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Para el Gobierno, cuestión de Estado

* Por Martín Rodríguez Yebra. River se convirtió inesperadamente en una cuestión de Estado para el gobierno de Cristina Kirchner, justo en medio de una semana en que debía definir qué perfil tendrá en adelante su alianza de poder. El abismo del club de Núñez presagiaba violencia y malhumor social: la Presidenta consideró que la gestión de ese drama no podía escapar a su arbitrio.

La operación política para evitar el desastre se trabajó entre Olivos y la Casa Rosada y tuvo la complejidad de las apuestas deportivas que se toman en Internet. Bastaba que River ganara 2 a 0 contra un rival rústico para que un éxtasis de alivio postergara la barbarie hasta otro momento. Se podía perder, claro. En ese caso, no hacían falta apuestas para adivinar las imágenes de sangre, destrozos y descontrol que ayer dieron la vuelta al mundo.

Contra todos los antecedentes, y pese a la opinión del comité encargado de decidir sobre la seguridad, el partido que podía mandar a River al descenso se jugó con público. Cuatro días antes, un grupo de barrabravas había agredido a los jugadores del club en pleno partido, en Córdoba. Horas después, otros colgaron banderas con frases que sólo podían ser amenazas de muerte en caso de una derrota.

La orden se tomó en Olivos, según admitieron en la AFA y en el propio kirchnerismo. Eso equivale a decir que la tomó la Presidenta, en algún intervalo de la semana en que entronizó y vetó a placer hasta al último candidato a concejal de las listas del Frente para la Victoria. No sólo en la construcción política ella avanza hacia una ultraconcentración de las decisiones relevantes.

"Hoy, en la Argentina, parece que sólo hay dos cosas: mi vicepresidente y River", había dicho Cristina Kirchner el sábado durante el ejercicio teatral en el que dio a conocer su fórmula para la reelección. Lo soltó como un ensayo de crítica social, pero pareció describir las obsesiones de su propio gobierno, que ayer despertó con un sacudón de la fiesta desatada por la designación de Amado Boudou como aspirante a la vicepresidencia.

Desde el miércoles, cuando el descenso de los "millonarios" empezó a materializarse, habían asumido el operativo River al menos tres de los más importantes funcionarios del Gobierno: el secretario de Legal y Técnica, Carlos Zannini; el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, y la ministra de Seguridad, Nilda Garré. Entre ellos forzaron el cambio de postura del Comité de Seguridad para que el partido se jugara con público y organizaron un dispositivo policial sin precedente. Más de 2200 policías, el doble que un Boca-River, para vigilar el afán autodestructivo de una sola hinchada.

El argumento oficial del Gobierno -aunque no se hizo cargo en público de la decisión- fue que jugar a puerta cerrada implicaba un enfrentamiento asegurado cuando la barra brava intentara ingresar al estadio por la fuerza. Al dejar ingresar público, los violentos iban a estar encapsulados, y además existía la posibilidad de un triunfo?

Los expertos en seguridad argumentaban que, al abrir las puertas, se ponía en riesgo a los miles de hinchas que sólo van a ver fútbol, a los trabajadores afectados y a los jugadores.

En el Gobierno pesaron también otros motivos. Funcionarios del kirchnerismo señalaban que en el núcleo duro del poder se leía que, en el despuntar del año electoral, sería una pésima señal mostrar tribunas vacías en el partido más relevante de lo que fue el torneo Néstor Kirchner. No hay que olvidar que el oficialismo tomó el fútbol televisado sin costo como su principal arma de propaganda política. El canal de difusión del "relato". ¿Cómo encajar una panorámica del Monumental vacío con el mundo feliz del "Nunca menos" sin que el ruido fuera demasiado molesto?

La Presidenta preguntó una y otra vez a sus colaboradores por el operativo. En otro flash de sinceridad pública, llegó a expresar su apoyo a River horas antes del partido decisivo. Era así: en el Gobierno admitían que nada podía ser mejor que una salvación agónica. Mejor para evitar violencia, y mejor para prevenir sobresaltos en el humor social de relativa calma que fogonea los sueños de una reelección al trotecito.

Esa convicción enterró pronto las fábulas de algunos propagandistas oficiales afectos a encajar sucesos aislados en la saga revolucionaria del kirchnerismo; algo así como que el descenso de River durante el reinado del Fútbol para Todos era una muestra cabal de la decisión del Gobierno de combatir o, al menos, no proteger a las corporaciones y los poderosos. Al constatar que la Casa Rosada prefería otro resultado, no faltó quien retocó la fábula épica. El descenso de River bien podía ser una conspiración de la "corpo" mediática: en la B, los partidos de River volverán a ser transmitidos por TyC Sports, el canal en el que tiene participación el Grupo Clarín (algo acaso relativo, porque la ley de medios autoriza al Gobierno a negociar para que los partidos de River se pasen en TV abierta).

El megaoperativo policial de ayer fue seguido minuto a minuto por las máximas autoridades del Gobierno. Pero no alcanzó para contener el fuego más previsible. Las imágenes que mostró la televisión reflejaron la impotencia policial ante los barras. Hubo policías equipados como para dirigir el tránsito que debían garantizar la prevención y terminaron peleando cuerpo a cuerpo con vándalos armados con tubos de hierro. La infantería entró tarde, en medio del descontrol, disparando gases y balas de goma, a veces al cuerpo. Hubo heridos de todo tipo, saqueos en la Avenida del Libertador y destrucción en todo el barrio. Equipos de periodistas fueron abandonados a su suerte en Figueroa Alcorta (por decisiones que involucran en gran medida al club).

River no ganó. "Esto demuestra la limpieza del Fútbol para Todos", se escuchó en la televisión pública, cuando los barras obligaron a terminar antes el partido con una lluvia de proyectiles. Antes de que la imagen del canal estatal se fundiera a negro y diera paso a un partido de hockey y le evitara a su audiencia el mal trago de la violencia.

Enseguida empezó lo que todos sabían y un poco más. El infierno repetido de las barras bravas que ni este gobierno ni los anteriores pudieron (o quisieron) controlar, que los dirigentes de la mayoría de los clubes dicen combatir, pero terminan por amparar, y que también son usadas por el sindicalismo y la política. Como hace la AFA del neokirchnerista Julio Grondona. Esos ejércitos delictivos se mueven como dueños de los clubes. Pueden hasta entrar en una cancha de fútbol y amenazar a los jugadores, que la policía sólo los empujará para que vuelvan a ocupar las gradas (como hizo la fuerza de seguridad de Córdoba la semana pasada).

Cristina Kirchner, cómoda en la posición de poder total en la que logró ubicarse, creyó que podría domar al monstruo. Pero primero le falló la suerte deportiva. Después, el operativo no consiguió la eficacia deseada y terminó con las escenas de sangre y represión, siempre tristes, pero especialmente incómodas para un gobierno que tiene como bandera y obsesión el control pacífico de la calle.

Fue un eslabón más de una cadena de sucesos molestos para la construcción electoral kirchnerista que igual avanza hacia la reelección por un camino asfaltado por sus rivales. El caso Schoklender-Madres; los escándalos de corrupción del Inadi; la crisis de Santa Cruz (y la reciente represión a los docentes), y otros pequeños tropiezos revelan grietas de la era cristinista.

La administración concentrada en un puño; el desdén por la base de sustentación peronista; la construcción de una realidad con pinceladas místicas; la decisión de que el Estado intervenga de lleno en todos los episodios con algún interés social y, sobre todo, la falta de coordinación entre los gestores del poder son rasgos que prometen acentuarse en el futuro, como reveló la Presidenta en la elección de sus candidatos. Cuando la suerte no acompaña, como ayer, el método encierra el riesgo de exponer a su cultor a aceptar inevitables costos políticos.