Palabras como puños
*Por Juan F. Marguch. Justicia, libertad y soberanía suponen justo derecho del que piensa distinto, libertad para el ejercicio de sus capacidades creadoras y soberanía no agraviada por usos hegemónicos del poder.
La semana anterior recogí, en La socialización de la estupidez , las reflexiones del gran novelista Juan Marsé y del filósofo Eduardo Lledó acerca de los riesgos que supone para el sistema democrático la violencia verbal que gastan los profesionales de la política y los recién llegados a ella.
Se están excavando profundos cimientos para una deleznable escalera: trepará más alto quien insulte con mayor violencia. Ignorantes hasta la alucinación, la mayoría no conoce y unos pocos han ignorado que los grandes dramas del siglo 20 se iniciaron con florilegios de insultos. Es el estilo que adoptó la joven guardia del kirchnerismo, cuya meritocracia parece guardar una relación directa con la capacidad de agravio y difamación del militante.
En estos días, se ha presentado en Madrid una obra colectiva de la que han participado siete historiadores y politólogos, profesores de Historia Contemporánea y de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de las universidades Complutense, Carlos III, Rey Juan Carlos, Autónoma de Madrid y Uned. Todos reconstruyen con fidelidad estremecedora el lenguaje incendiario que hizo entrar en erupción el cruel volcán de la Guerra Civil.
El libro tardará en llegar al país, pero sus resúmenes, que pueden rastrearse en Internet, son a la vez lúcidos análisis de la retórica de la violencia y dramática advertencia para aquellos pueblos que, como el nuestro, recuperaron su sistema democrático, pero que en su gran mayoría se deslizan ominosamente hacia regímenes autoritarios, pervirtiendo letra y espíritu de sus constituciones, sustituyéndolas, reformándolas o maquillándolas, imponiendo mayorías circunstanciales para mejor adaptarlas a sus designios mesiánicos.
Un nuevo instrumento. La violencia verbal es uno de sus más utilizados instrumentos. No se trata ya de amedrentar al opositor sino de aniquilarlo verbalmente, para expulsarlo de lo que sociólogos, politólogos y periodistas del pasado llamaban "libre juego de las instituciones democráticas". Ahora, apenas si puede ser definido como libre juego de masacre de honras al servicio de la construcción del pensamiento único.
Los autores de este libro bien conocen los trágicos efectos de la agresividad oratoria. Los fuegos de la Guerra Civil empezaron con chisporroteos que no tardaron en cobrar alturas de llamaradas que consumieron centenares de miles de vidas y bienes por miles de millones de pesetas.
Las primeras chispas de la intolerancia comenzaron a saltar en los recintos parlamentarios, de donde se propagaron de inmediato hacia su hinterland natural: el periodismo. Hugh Thomas, autor de la mejor obra sobre esa tragedia hispana, recuerda que en las semanas previas al estallido de la barbarie "hubo extraordinaria violencia en las palabras, pero sin llegar a los hechos". Francisco Largo Caballero, José Calvo Sotelo, José María Gil Robles, entre muchos otros, llevaron al paroxismo de los hechos la crispación de los espíritus. En las elecciones del 16 de febrero de 1936, Largo Caballero, líder del socialismo (Psoe), llegó a advertir: "Si la derecha gana las elecciones, habrá que ir a la guerra civil declarada". Y fueron, cuatro meses más tarde.
Esto no es alarmismo. Es evocación de capítulos tristes de esa historia aún más triste, que un pueblo protagonista de una ejemplar transición desde una dictadura fascista hasta una democracia efectiva, aún no cesa de indagar en las razones de la sinrazón que se despeñó en el horrendo fratricidio. Por eso, cuando ahora se pervierte el lenguaje político y social con chabacanerías y estulticias, con desprecio por la dignidad y la honra de quien piensa distinto, la mirada se vuelve al pasado para identificar lo que estuvo mal y evitar su repetición. Si algo ha demostrado el siglo 20 es que la historia no se repite como farsa, sino como dramas más alucinantes que los precedentes.
Para Fernando del Rey, profesor de la Complutense que dirigió la obra colectiva, la historiografía ha incurrido durante demasiados años en analizar la Guerra Civil en términos de derecha-izquierda, progresismo-reacción, fascismo-antifascismo, "cuando en realidad se trataba de enfrentamientos entre demócratas y antidemócratas, ya fueran éstos de izquierda o de derecha". En el debate de ideas, hay algo peor que utilizar palabras violentas: es confundir sus significados.
Y eso es lo que está pasando con tanto adulto y tanto joven recién llegados a la democracia, orientados y desorientados por adultos macabros que intentan revivir los años confusos de heroísmo e inmadurez, de valentía y alienación, de entrega apasionada y generosa y tráfico canallesco de lealtades y traiciones en las sombras.
Retoman ahora banderas de justicia social, independencia económica y soberanía política, que un transversalismo mediocre y mezquino abandonó en rincones polvorientos. Y no terminan de advertir que justicia, libertad y soberanía suponen, por sobre todas las cosas, justo derecho del que piensa distinto, libertad para el pleno ejercicio de sus capacidades creadoras y soberanía que no pueda ser agraviada por usos hegemónicos del poder.
Las nuevas generaciones no deben ceder a la conflictividad por la conflictividad misma. No es mejor militante el que insulta más, no es mejor militante el que difama con mayor miseria moral. La violencia verbal es en política un juego estéril y riesgoso. Para discutir se requiere reflexión, y para reflexionar es imprescindible la serenidad de espíritu. Nada de esto vemos ahora. Y lo veremos cada vez menos, a medida que nos acerquemos al 23 de octubre. Ah, el libro se llama Palabras como puños .