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Otra vez la libertad de expresión

Comienzo con una intimidad: desde el punto de vista religioso no soy una persona demasiado demostrativa. Me asustan los fanatismos que tanto daño le hacen a la humanidad y la verdad es que no me gustan demasiado los gestos estentóreos en esa materia.

Muchas veces simplemente me perturban porque los veo como una actuación de quien se cree moralmente superior; hay otras en que –lo reconozco, con cierta subjetividad– me parecen encaminarse hacia ese fanatismo al que temo.

Pero más allá de mis preferencias personales y hasta de mis miedos, hay un principio básico y superador de todo ello que me permite vivir en paz frente a la diversidad: es el derecho de todo ser humano a expresarse libremente. Sin dudas que lo ejerzo en mi introspectiva; pero también lo hacen los demás, en el modo en que se les antoje manifestarse.

Mi confesión viene a cuento de la noticia publicada por estos días de que un grupo de alumnos –no tengo claro de qué religión, para el caso no importa– fue sancionado por juntarse a rezar durante los recreos, generando que luego sean las autoridades educativas quienes sancionaran al sancionador original.

No me parece que la cuestión pase por debatir si estamos ante una escuela laica o religiosa, porque aquí no se trata de la escuela en sí, ni tampoco del tipo de educación que imparte, que por supuesto es laica. Se trata en cambio de algo tan básico como la tolerancia hacia la diversidad y la posibilidad de uno o más individuos de expresarse en un ámbito de libertad como puede ser un recreo.

Efectivamente, dentro del esquema poco libertario de los institutos escolares –cosa que tampoco me agrada demasiado–, el recreo aparece como una pequeña muestra de la realidad de la vida para el alumno; allí se encuentran chicos y chicas, niños de distintas edades, personas más o menos simpáticas, más o menos intelectuales, agresivos, pacíficos, humildes, soberbios, etcétera.

Fuera de la aplicación y disciplina de las aulas, el recreo es parte importante del aprendizaje humano; allí deberíamos comenzar a convivir pacíficamente en la diversidad. Con respeto por los horarios, la única regla a observar es el principio básico de "no agresión", principio que luego nos acompañará durante toda la vida y que no implica sólo una restricción a nuestro actuar sino también una fuerte protección frente a los demás. Nuestra Constitución nacional así lo ha consagrado en el artículo 19.

En este ámbito de libertad sería de esperar que las personas no se comportasen como una manada uniforme dirigida por la autoridad escolar o por líderes ocasionales que emergen del alumnado. Nadie debería imponerse a nadie. Sencillamente, cada persona debería poder llevar adelante las actividades que más le plazcan, en tanto con ellas no agreda a otro.

Situados en este punto, no me parece que quiebre el principio de no agresión el hecho de que un grupo de niños quiera utilizar su tiempo de libertad rezando, como tampoco me parece que lo haga si otros prefieren jugar, conversar, organizar una salida de fin de semana, debatir de política, comer, leer el Corán, la Biblia o alguna bibliografía oficial.

La discusión sobre la libertad personal en la escuela ha tenido interesantísimas expresiones en Francia y España a propósito de las minorías, imponiéndose lamentablemente lo que veo como una tendencia autoritaria y unificadora.

Una visión falsa de progreso, utilizando erradamente el laicismo –pero que en realidad esconde temor a lo diferente–, cree saludable acallar cualquier tipo de expresión diferencial en los colegios, sin advertir que con ello está deteniendo el avance de la humanidad hacia la convivencia tolerante y pacífica.

Por preservar un ambiente de respeto en la escuela es que debemos preocuparnos y no porque alguien se exprese de un modo que no nos gusta.

Acallar a las personas, sea porque éstas rezan –como ahora– o sea porque no creen en una supuesta "grandeza de la patria" –como ha pasado en tantas épocas–, es imponerse con el pensamiento propio sobre el otro; es degradar la dignidad humana, sometiéndola a la voluntad ajena. En definitiva, es violentar la protección del artículo 19 de la Constitución nacional que, no está de más recordarlo, aún está vigente.