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Ojos bien abiertos

*Por Gustavo Noriega. La filmación en la vía pública de Juanita Viale y Martín Lousteau y las fotos de Sofía Gala fumando marihuana durante un recital actualizaron una vieja polémica. Esa discusión, que está definida por la distinción entre la esfera pública y la privada, tiene un largo linaje.

Originalmente, la lucha se reducía a la gesta épica del individuo que resistía la intromisión de un Estado omnipotente y represivo. Basta recordar a la Alemania Oriental que retrataba la película La vida de los otros y su maníaco seguimiento policial a las más insulsas conversaciones telefónicas.

En aquellos tiempos en los que era sencillo y noble distinguir entre las dos esferas, el escritor checo Milan Kundera contaba el caso de Jan Prochazka, un dramaturgo de participación relevante en la Primavera de Praga. Luego de la invasión soviética de 1968, Prochazka fue vigilado cuidadosamente y sus conversaciones íntimas, grabadas. El régimen decidió emitir por radio esas grabaciones para desacreditarlo ante la opinión pública.

En una primera instancia el efecto fue logrado ya que, según Kundera, "en la intimidad se dice cualquier cosa, se habla mal de los amigos, se dicen palabrotas, no se es serio, se cuentan chistes de mal gusto, se entretiene al interlocutor diciéndole enormidades que le choquen, se tienen ideas heréticas que no se confiesan públicamente, etc.". Sin embargo, dice el escritor, la situación cambió: "De manera progresiva (pero con un furor cada vez mayor) la gente se fue dando cuenta de que el verdadero escándalo no eran las palabras atrevidas de Prochazka, sino la violación de su vida; la gente se dio cuenta de que lo privado y lo público son por esencia dos mundos distintos y de que el respeto de esta diferencia es la condición sine qua non para que un hombre pueda vivir como un hombre libre; que la cortina que separa a esos dos mundos es intocable y que los que arrancan esas cortinas son criminales".

Si en algún momento quien ejercía principalmente la violación de esa frontera era el Estado, con el tiempo fueron los paparazis los que buscaban vulnerar la intimidad de los ricos y famosos. Sin embargo, últimamente algo cambió: la preocupación por la privacidad ya no es lo que era. Esos dos mundos distintos que separa con precisión Kundera están a punto de fusionarse en uno solo: un territorio confuso y heterogéneo, en donde todos pueden meterse en la vida del otro y en donde la protección de un espacio propio cerrado, lejos del alcance de los demás, ha dejado de ser un valor de interés.

Por un lado, la revolución tecnológica ha convertido a cualquier transeúnte en un fotógrafo. Todo lo que suceda en la vía pública es pasible de ser registrado. La vieja cadena de mandos del periodismo, que arrancaba en el fotógrafo profesional y culminaba en la decisión de un editor, diseñaba un mecanismo de selección y retardo en la generación y difusión de imágenes. Hoy, cualquiera que tenga un celular de moderadas capacidades puede tomar registro de lo que pase ante sus ojos: accidentes y robos, por supuesto, pero también alguna actividad clandestina de índole romántica, entre otras varias cosas que cualquiera preferiría dejar sumergido en el anonimato de la gran ciudad. Y no sólo eso: en apenas diez minutos, el documento puede alcanzar Internet y, luego, el infinito y más allá. Por si las cámaras de aficionado no alcanzaran y los celulares con posibilidades de fotografiar no fueran suficientes, los negocios y los edificios, las avenidas y las rutas tienen sus propias cámaras de seguridad, en donde uno podrá ver -luego de ser subidos a los portales o cedidos a los canales de televisión- al ciclista atropellado, o cómo, luego de arrebatarle una cartera a una anciana, dos muchachos se alejan a las corridas.

Sin embargo, lo más sorprendente es que la actitud que ha acompañado esta universalización de la foto es una creciente renuncia a reservarse para sí mismo un espacio libre del ojo ajeno. No puede disimularse la dimensión de esta pérdida. En aquel artículo de Milan Kundera, el novelista checo entendía que la defensa de la intimidad era lo que definía al ser humano: "Actuar de modo distinto en privado y en público es la experiencia más evidente de cada uno, el fundamento sobre el que descansa la vida del individuo; curiosamente, esa evidencia permanece como inconsciente, no confesada, incesantemente ocultada por los sueños líricos sobre la transparente casa de cristal, y es pocas veces entendida como el valor de los valores que hay que defender". Hoy las cosas han cambiado: con las redes sociales el ser humano ya no se constituye separando y eligiendo un yo social distinto del que se es puertas adentro sino que lo hace exclusivamente a partir de la mirada de los demás.

El ejemplo más sorprendente que combina ambos rasgos del mundo contemporáneo, la falta de límites tecnológicos y la impudicia, lo dio el ejército norteamericano en Irak. En la cárcel de Abu Ghraib, en las afueras de Bagdad, en 2004, un grupo de soldados carceleros norteamericanos decidió registrar la forma en que torturaban física y psicológicamente a los detenidos iraquíes. No contentos con eso, circularon en el pelotón decenas de CD, copiados en sus computadoras portables, para quien quisiera tener un recuerdo del evento. Obviamente, las fotos no tardaron en llegar a los medios norteamericanos. Las consecuencias (cárcel y pérdida del grado para muchos de los participantes y un pedido de disculpas por parte del presidente Bush a la comunidad internacional) no impidieron que otro pelotón, en 2010, realizara atrocidades semejantes en Afganistán. Y si la pulsión de filmar eventos autoincriminatorios suena como algo que hacen los ejércitos invasores en el estupor generado por el miedo y el aburrimiento, consideremos los episodios de General Villegas, en nuestro propio país, en donde tres hombres mayores tuvieron sexo con una menor de 14 años, lo filmaron y lo hicieron circular por Internet. Los episodios se repiten y evidencian que un condimento posible del juego sexual -como puede ser fotografiarse o filmarse- se convierte en el centro: filmar para ser visto incluso cuando las imágenes sean la evidencia de un delito.

La lógica detrás de esta actividad aparentemente demencial puede inferirse de un ejemplo que en apariencia guarda poca relación. En la película Esperando al bebé , del cineasta británico Stephen Frears, la noticia de la llegada de un nuevo hermanito causa alteraciones en la conducta de un niño. Un día, el pequeño mete una aguja de tejer metálica en el agujero del enchufe, causando un cortocircuito y recibiendo un fuerte golpe de electricidad. El padre, asustado y enojado a la vez, le pregunta por qué hizo semejante cosa. La respuesta del niño -aún shockeado y con los pelos erizados por la corriente eléctrica- resulta breve y cargada de significación: "Porque entra".

Quizá lo que esté sucediendo sea eso: registramos a nuestros vecinos porque ahora se puede hacerlo y exponemos nuestra intimidad ante el mundo porque es posible. Aquella orgullosa cortina de la que hablaba Kundera y que separaba un mundo de otro no tiene más sentido y quizá nunca fue sincera.

A partir de ahora, quien quiera preservar su territorio privado deberá extremar sus recaudos, luchando contra la revolución tecnológica y, mucho más difícil aún, contra el sentido común de la época. Que, como no puede ser de otra manera, fue perfectamente ejemplificado por el ministro Aníbal Fernández, quien, con su extraordinaria capacidad de síntesis, limpió cualquier diferenciación entre lo público y lo privado en una sola frase. Al desestimar unas críticas sobre su manejo de la seguridad que le había hecho el ex árbitro Javier Castrilli dijo: "Antes de criticarme, que me pague lo que me debe".