Nuestra historia, cautiva de una "guerra de los relatos"
*Por Juan Manuel Palacio. Hay una utilización política del pasado que, motivada por una supuesta mirada crítica, termina exhibiendo la pretensión de imponer sus propias verdades consagradas.
No son estos días fáciles para los historiadores "profesionales", como le gusta llamarnos a mi antiguo profesor y ahora colega, Luis Alberto Romero. Es que la historia está más de moda que nunca y en boca de todos, sirviendo a los más diversos fines (desde charlas de café hasta programas de televisión, desde verdaderos best-sellers hasta películas de cine) y todo sin que nosotros, los profesionales, tengamos mayor injerencia en el asunto.
Entre las razones que han sido ensayadas para explicarlo, destaco tres. Hay una renovada curiosidad por el pasado, que tiene que ver tanto con la urgencia por saber "qué nos pasó" (urgencia que es más antigua pero que se agudizó luego de la crisis de 2001), como con una mucho menos memorable curiosidad frívola por conocer la intimidad de los personajes famosos – pasados o presentes.
Hay, a su vez, escritores solícitos a saciar esa curiosidad, para lo cual bucean con gran habilidad y pragmatismo en documentos del pasado y entregan libros de diverso calibre con gran éxito de público, ya que dan respuestas concretas y directas a preguntas elementales (¿era San Martín mestizo? ¿tenía amantes Belgrano? ¿es cierto que somos como somos porque venimos de los españoles?).
Por fin, también hay una utilización cada vez mayor de la historia por el discurso político que, ni lerdo ni perezoso, aprovecha también el rating que tiene el pasado. La más visible es la que hace el gobierno – aunque no la única – en lo que ya puede llamarse la operación historiográfica del kirchnerismo , que es de alto vuelo: incluye la construcción y reemplazo de panteones de héroes nacionales, nuevos relatos sobre el pasado (que ponen en un lugar preciso y prominente el momento actual) así como renovadas líneas genealógicas de nuestras virtudes y defectos – y todo con diversos formatos, algunos de ellos muy espectaculares y costosos.
Hasta ahí las "culpas" (o las virtudes, como se quiera ver) de la historiografía "profana". Me interesa ahora concentrarme en las propias. Porque, en efecto, ¿qué hacemos los historiadores "profesionales" frente a estos fenómenos? Básicamente, hemos oscilado entre rasgarnos las vestiduras y tratar de matar el asunto con la indiferencia o el desprecio, en nombre de que ése no es nuestro problema o nuestro métier. Ambas expresan, sin embargo, la fundamental perplejidad en que nos ha sumergido este manoseo tan generalizado de algo que considerábamos como propio (el pasado y las llaves de su interpretación). Propongo para salir del letargo el camino de la autocrítica – uno por el que a mi gusto hemos transitado poco.
Debemos primero asumir que no estamos bien dotados para enfrentar el debate que nos propone la historia mediática. Ella está allí no para otra cosa que para derribar los mitos de la historia argentina, para contarnos "la historia jamás contada" y para aclararnos quiénes han sido los buenos y los malos del pasado . En definitiva, para decir "la verdad" sin pestañear al hombre común que quiera una explicación urgente sobre el origen de alguno de nuestros problemas nacionales.
En el otro rincón estamos nosotros, los historiadores "profesionales" que, como buenos hijos de nuestros tiempos postmodernos, hemos renunciado ya hace mucho a la búsqueda de "la verdad" a secas. No es que pensemos que no existieron los hechos del pasado, pero sí que esos hechos sólo son inteligibles (o sólo tienen sentido) en la medida que hay un relato que los construye, relato que es siempre contingente y sujeto a permanentes revisiones.
Más aún, nuestro entrenamiento profesional no ha sido el de descubridores de verdades sino más bien el de desarmadores o complejizadores de verdades consagradas.
Mal podríamos entonces ponernos a discutir "la verdad" con aquellos que la establecen y profesan en forma tan contundente, sin traicionar nuestras convicciones en forma fundamental.
En segundo lugar, creo que debemos asumir nuestro lugar en esta historia.
Me refiero a lo que hemos venido haciendo los historiadores profesionales desde 1983. Y es importante decir aquí que "profesional" no ha querido decir aséptico o carente de posicionamiento político o ideológico.
Por el contrario, la historia que escribimos en las universidades desde el retorno a la democracia – si bien más científica y ajustada a las reglas del método – también construyó a su manera sus panteones de héroes, que a su vez proyectaban una imagen de la Argentina empapada del optimismo progresista de esos años y menos entusiasta con su pasado "nacional y popular" .
Y es bueno recordar que en esos años también nosotros hablamos en las aulas más de Mitre, Sarmiento, Roca o Alem que de Belgrano o Perón.
Pues bien, no es otra sino ésa la historia que está hoy bajo ataque. Y el panteón y los relatos han vuelto a ser reemplazados, pero no por una nueva versión académica sino por otros que juzgamos faltos de seriedad y rigor y que además tienen un irrespirable tufillo mediático y plebiscitario.
Para nuestra mayor mortificación, a esa historia le ha ganado, por así decirlo, "la calle".
Quizás estos dos caminos de autorreflexión – el de saber que hemos contribuido con nuestro granito de arena a esta guerra de relatos y que nos somos aptos para la batalla por "la verdad"– sea un buen inicio para adoptar una actitud más productiva ante un dilema que puede provocarnos cualquier cosa menos indiferencia.