No es posible callar
Nadie debería desalentarse ante la escasa posibilidad de que prosperen las denuncias contra políticos y policías corruptos.
Yo no denuncio al poder político ni a la policía. Es infructuoso. Todas las denuncias son archivadas o demoradas hasta quedar en el olvido. Existe una situación de delincuencia política."
Esta caracterización brutal, sin atenuantes, de aspectos sombríos de la actualidad nacional fue hecha por el juez en lo Contencioso Administrativo de La Plata, Luis Arias, y publicada por este diario. En otros tiempos, una declaración de tal magnitud habría provocado en el país un revuelo de proporciones abrumadoras, tanto para el Gobierno como para un magistrado que se hubiera atrevido a ir tan lejos en la descripción de lo que observa.
Incluso la decisión periodística de publicar imputaciones públicas en las que se refleja la proximidad del abismo moral y criminal en que se ha colocado a la Argentina es prueba implícita de la concurrencia de elementos generales que mediatizan aquí lo que en otras partes hubiera provocado un revuelo incontenible en la sociedad política y en la opinión pública que la juzga.
¿Acaso no había sido el mismo doctor Arias quien hace más de un año denunció con términos igualmente descarnados que punteros políticos y autoridades policiales reclutaban menores para cometer delitos? ¿Acaso hubo algún escándalo de proporciones equivalentes a los hechos revelados en el pasado por ese magistrado, quien ha vuelto a decir con todas las letras que los punteros que manejan planes sociales son los que suministran armas y drogas a los delincuentes?
A raíz de la reiteración con la que ha hecho denuncias de excepcional gravedad institucional, el juez Arias ha dicho a la prensa que ya no denuncia al poder político ni a la policía. Es verdad que los hechos de corrupción que han vinculado a políticos han derivado en general hacia zonas donde se hace más patente la impunidad de que gozan que la dimensión de los delitos que se les imputan.
Es verdad que en espacios jerarquizados de la prensa dispuesta a reflejar lo que se prevarica y oculta en los medios más comprometidos con ese tipo de situaciones hay por momentos una suerte de saturación de cuestiones de naturaleza política inconcebible. Pero nadie tiene derecho a bajar los brazos en la lucha por recuperar la plenitud del Estado de Derecho y del orden público mínimo que hace posible una sociedad organizada. Y menos un juez.
Las declaraciones del doctor Arias derivaron en el pasado en denuncias de omisión del deber de llevarlas al ámbito de la justicia penal. Tampoco contó, salvo en las filas de la Coalición Cívica bonaerense, con el respaldo de quien ha dicho, en definitiva, que es pedirle peras al olmo.
No puede pasarse por alto que el magistrado denunciante ha tenido recientemente juicios controvertidos sobre la incidencia de la edad de imputabilidad penal de menores en la ola de delitos y crímenes de todo orden que vapulean a una sociedad más temerosa, perpleja y escéptica que consciente de la necesidad de alcanzar entre todos una reacción reparadora.
El doctor Arias no cree que la reducción de la edad de imputabilidad pueda ser por sí una solución para el actual cuadro de cosas. Tal vez tenga razón, pero en un solo sentido. La pérdida del beneficio de la inimputabilidad para quienes saben lo que hacen cuando matan, violan o asesinan sólo vale en un contexto con instituciones sanas, magistrados probos y con coraje físico y social y con funcionarios de incuestionable decencia y honesta solidaridad social. No hace falta preguntar qué piensa el mundo sobre la coexistencia en la Argentina de estos tres requisitos elementales para el desenvolvimiento de un país respetable.
Semanas después de ocurrido el llamado caso Juliá, el Estado argentino ha vivido el triste papel de que otros Estados le negaran compartir informaciones valiosas para el esclarecimiento total de un gran contrabando de estupefacientes a España.
Cualquier lector con hijos puede verificar algo de lo que denuncia el juez Arias. Consiste en preguntarles si saben en qué lugares de la ciudad o pueblo que habiten, y a cargo de quiénes, corre el negocio despreciable del tráfico de drogas. Si esa puede ser una experiencia aleccionadora para un ciudadano del común, los hombres con responsabilidad de gobierno, o quienes aspiran a reemplazarlos y hoy se desplazan por el territorio nacional con sus propuestas, no harán más que ahondar la gravedad de los dichos del juez Arias si se complacen en el silencio. También sabremos así de estos últimos a qué atenernos.
No es posible callar.