No dejemos que cierren La Tranquera
Es el asador criollo más emblemático de la Ciudad de Buenos Aires.
No se trata de un nuevo grito de Alcorta. Ni tampoco una movilización nostálgica por la 125. Es algo más cercano, más cotidiano, pero no menos relevante. La Tranquera que van a cerrar es un restaurante histórico de la calle Figueroa Alcorta. Nació en 1952 y en estas horas están destruyendo los últimos artesonados que recuerdan el asador criollo más emblemático de la Ciudad de Buenos Aires.
Entendemos que todo comercio exitoso existe por un pacto tácito entre los dueños y el público que lo visita y que consume sus productos. Yo formo parte de ese público que viene yendo a La Tranquera desde que era chico.
Siento que alguien está traicionando ese pacto. Pero no lo siento sólo yo. Decenas de personas, entre asombrados y entristecidos, reclamaron el viernes a la noche que no cierren La Tranquera. Ya había desaparecido el remarcable fogón criollo que lo hacía famoso en el mundo entero, con sus brasas ardiendo y rodeado de chivitos y costillares. Esa imagen y la del legendario gaucho que controlaba esa joya gastronómica es, probablemente, la más popular que hay en el planeta de lo que significa la carne argentina.
Nada de eso ha quedado. El legendario gaucho no sabemos si se jubiló o si estará extrañando por algún lado su protagonismo cotidiano cuando cientos de turistas por día se fotografiaban con él, pensando que era un Martín Fierro en vivo y en directo.
Pero alguien, desgraciadamente, decidió que todo eso desapareciera. No sabemos con qué estrategia de marketing han tomado esa decisión. Sólo sé que era un lugar de enorme éxito. Y que jamás en la historia comercial argentina los éxitos se cambian y se cierran. Esto es lo que pasa con La Tranquera.
Ayer, viernes a la noche, sin calefacción prácticamente, decenas de mesas estaban repletas desafiando las inclemencias pero gozando de la carne que ya nunca vamos a comer. Esto es simplemente un pedido para que quienes tengan la potestad de cerrar ese lugar, lo mediten y sepan que en ese pacto tácito entre el comercio y su público hay también un compromiso de defender lo que, de alguna manera, es nuestro.
La Tranquera es mía, como lo fue de mis padres, a quienes llevaba allí; de mis hijos, a los que también llevé; y de Guinzburg, que iba con su madre, como la de miles de personas que eran fieles del último asador que quedaba en Buenos Aires.
Señores de La Tranquera, vuelvan al fuego sagrado de aquel asador. Recuperen, modernicen, pongan el valor, pero no cierren un lugar que jamás podrá ser reemplazado.
Quienes estén de acuerdo con esto, súmense a nuestra campaña para que no cierren La Tranquera.