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Niños, en números de la pobreza

* Por Alejandro Mareco. Jamás será buena noticia que un tercio de los niños viva en la pobreza. Sobre todo cuando este país genera riqueza que no alcanza a ser distribuida. Alejandro Mareco.

 "A  esta hora, exactamente, hay un niño en la calle". En el albor de la década de 1960, el poeta mendocino Armando Tejada Gómez exponía su dolor ante el dolor de la niñez desolada. Era una foto triste en un momento histórico agitado, con poetas y creadores que convocaban, con su sensibilidad, a la sensibilidad de las mayorías.

Otros tiempos argentinos, con otras dimensiones de dolor social. Acaso la conciencia despierta pudiera presentir que, a toda hora, una sola soledad de niño era un puñal capaz de desgarrar toda la piel de la sociedad.

Hace unos días, el martes último, este diario publicó que, según el instituto de estudios de la Fundación Mediterránea, uno de cada tres niños cordobeses es pobre. El dato, además, nos regresa a las condiciones sociales de comienzos de la década de 1990.

¿Buena o mala noticia? Pero ¿es una buena o mala noticia? Si retrocedemos hacia 2002, cuando dos tercios de los argentinos estaban sumergidos en la pobreza (y es probable que el porcentaje fuera mayor si se trataba de niños), no sería demasiado complejo reconocer un sentimiento de alivio porque las cosas son un tercio menos dramáticas. Es decir, volver a las condiciones de 1990, antes de que el huracán neoliberal que duró más de una década nos arrollara, no deja de ser un logro en el camino de una recuperación que, por momentos, ya no se creía posible.

Porque aquello sí que era el penúltimo paso hacia el abismo definitivo. Estaba claro: habíamos sido un país que, sobre la base de la calidad de la educación pública y una alimentación basada en la fuerza proteica de la carne, había sido capaz de repartir algunas oportunidades, como que legiones de hijos de obreros llegaron a la universidad.

Entonces, el naufragio en la pobreza, la mala alimentación (cuando no desnutrición) y la falta de educación se devorarían nuestras esperanzas de un futuro.

Quizá los primeros en darse cuenta de la fatalidad que se avecinaba fueron miles de habitantes de los barrios más humildes, que salieron a buscar un poco de mate cocido y pan y abrieron sus puertas para dar a sus pequeños vecinos una chance frente al hambre.

Fue una de las grandes hazañas de la solidaridad argentina, que brotó de manera espontánea de corazones generosos, aun pobres entre los pobres, que al menos con varias dosis de meriendas calientes hicieron posible que gran parte del futuro quedara en pie.

Hoy, una década después, tenemos un presente diferente, con la esperanza abierta hacia un mejor futuro, que compartimos con los demás sudamericanos mientras mantengamos una intención común.

Pero, es cierto, jamás será una buena noticia que un tercio de los niños de esta sociedad viva sumergido en la pobreza. Sobre todo cuando este país sigue generando riqueza que no alcanza a ser lo suficientemente distribuida como para dejar a todos los argentinos a salvo de la pobreza.

Cada historia individual, cada vida que se hunde en el drama de la necesidad, de la frustración, de la falta de oportunidad, nunca sentirá el alivio de la estadística. Será, siempre, un puñal en el corazón de la sociedad.

Como decía Armando Tejada Gómez: "Importan dos maneras de concebir el mundo. / Una, salvarse solo, / arrojar ciegamente los demás de la balsa; / y la otra, / un destino de salvarse con todos, / comprometer la vida hasta el último náufrago, / no dormir esta noche si hay un niño en la calle".