Ni yerba de ayer
Por Mario Wainfeld. Fue dictador en Tucumán (bajo el mendaz alias de "gobernador de facto"), genocida y también constituyente, gobernador y diputado electo en democracia. Murió condenado a cadena perpetua, cumpliendo prisión domiciliaria, despojado por indignidad de su condición militar.
Hace veinte años el entonces presidente Carlos Menem sacó de la galera la candidatura a gobernador de Ramón "Palito" Ortega, único modo de impedir que Antonio Domingo Bussi llegara al poder. El ex tirano lo logró en 1995, con el voto popular. Con su hijo Ricardo como candidato, FR estuvo a punto de revalidarse en 1999: perdió por un tris contra el peronista Julio Miranda.
El genocida ganó ocho elecciones en Tucumán. Hubo algunos partidos procesistas que accedieron a gobiernos provinciales (en Chaco, en Salta), pero él fue el jerarca de la dictadura que ranqueó más alto en ese terreno. Jorge Rafael Videla se infatuaba fantaseando que "la cría del Proceso" sería revalidada en elecciones libres. Emilio Eduardo Ma-ssera trató de construir su propia candidatura trasvestido de sucesor del peronismo: su delirio no llegó muy lejos. Bussi los aventajó en esa carrera.
Los dieciséis años que van desde el cenit de Bussi hasta su fallecimiento en el desdoro y en soledad parecen mucho, máxime por los retrocesos de los partidos democráticos en la lucha contra la impunidad. Acaso no sean tantos en la dimensión de la historia de un país que viene recobrando su dignidad. Vale como referencia la comparación con lo que viene pasando en países hermanos o vecinos, que dan sus primeros pasos en un recorrido que la Argentina ha ahondado más, tanto que les sirve de ejemplo, de aliciente y de bandera.
Una de sus últimas apariciones públicas, que lo pinta de cuerpo entero, ocurrió cuando habló en el juicio por el secuestro, tortura y asesinato del ex senador Guillermo Vargas Aignasse. El represor vituperó y calumnió a su víctima quien, como cuando cayó en 1976, no podía defenderse. Bussi aducía estar muy enfermo, pero le sobró firmeza para denigrar a quien había asesinado.
En esta misma edición de Página/12 se informa que avanza la causa que investiga el asesinato del obispo Enrique Angel Angelelli. Hay procesados por homicidio calificado y asociación ilícita. La investigación se había iniciado en 1984, se clausuró por imperio de las leyes de punto final y obediencia debida (ver nota en página 6). Fue obstruida decenas de veces, mientras la jerarquía de la Iglesia Católica silbaba bajito y miraba para otro lado. La coincidencia de la fecha es un azar del calendario. Pero nada tiene de casual que el ignominioso final de Bussi y la apertura de una hendija en la investigación sobre el crimen de Angelelli ocurran en esta etapa, enmarcados en un contexto de avance en la lucha por la memoria, la verdad y la justicia.
Las banderas siempre fueron sostenidas por los organismos de derechos humanos, por los familiares de las víctimas, por los sobrevivientes, por creciente cantidad de integrantes de la sociedad civil. La llama, que nunca se apagó, se reavivó a partir de 2003. Desde entonces, los tres poderes del Estado han hecho su parte, con compromisos y convicciones desparejos. Los presidentes Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner sostuvieron, por primera vez, ocho años de continuidad en políticas de Estado vinculadas con los derechos humanos y fueron la avanzada de un cambio de época, ejemplar. El Congreso anuló las leyes de la impunidad que sancionara tiempo atrás. La Corte Suprema, renovada con magistrados idóneos y respetables, sumó lo suyo, aunque "por abajo" sobreabundan jueces y camaristas empecinados en encubrir criminales o cajonear los expedientes que los encausan.
Cada quien sabrá cuáles son sus emociones ante la muerte de un protagonista de una etapa oprobiosa, que supo saborear las mieles del aval democrático. La sociedad argentina, en su conjunto, puede felicitarse por la etapa histórica en que sucedió el hecho, sin bajar las banderas ni cejar en una lucha que todavía insumirá años.