Ni femenino ni masculino
La problemática de un tercer sexo, o un sexo que no sea femenino ni masculino, viene tomando estado público.
La información que recogieron algunos portales argentinos la semana pasada y que suele circunscribirse al espacio de curiosidades, debe leerse como parte de una problemática de gran vigencia. Me refiero a la decisión del Departamento de Relaciones Exteriores de Australia de incluir la opción de un "tercer sexo" en el pasaporte. Esto implica que un ciudadano transexual australiano que decida salir de su país, tendrá en el formulario la opción de sexo "indefinido", al lado de las tradicionales "femenino" y "masculino".
Desde el punto de vista legal, la medida supone una importante protección para aquel individuo que sin esta tercera opción se exponía a detenciones o demoras ante la evidencia de que el sexo consignado en el documento no coincidía con su apariencia física actual. Sin embargo, esto abre una serie de interrogantes de índole psicológica, jurídica, moral y médica que es conveniente repasar especialmente en el contexto en el que en la Argentina hay varios proyectos de ley de identidad de género que desde el mes pasado han comenzado a tratarse en las comisiones de la Cámara legislativa.
La problemática de un tercer sexo, o un sexo que no sea femenino ni masculino, viene tomando estado público no sólo a partir del reconocimiento y las campañas que llevan adelante organizaciones que nuclean a lesbianas, gays, travestis, transexuales y bisexuales (LGTTB), sino a partir de algunos casos que han resonado en los medios. El más cercano es el del participante de Gran Hermano con disforia de género, quien manifestó, al entrar al juego, que deseaba obtener el premio para poder operarse, terminar con esa "dualidad" y reasignarse su "verdadero" sexo. Por su parte, un tratamiento más cuidadoso y complejo le dio la película escrita y dirigida por Lucía Puenzo y protagonizada por Ricardo Darín e Inés Efrón, titulada XXY. Probablemente, el aspecto más interesante de la película sea no sólo la cuestión de las dificultades que se le plantean a un individuo hermafrodita cuando entra en edad de sexualidad activa en el marco de sociedades con grandes prejuicios; más bien, lo que allí aparece con fuerza es la disputa entre los padres y el médico que intenta que esa sexualidad "ambigua" sea "corregida" a través de intervenciones hormonales y quirúrgicas.
En este punto es donde se ve el modo en que los discursos y las prácticas de la medicina atraviesan nuestras vidas bastante más allá de los límites de los consultorios. Allí aparece, entonces, el modo en que la medicina como dispositivo de un contexto cultural mucho más amplio, es la encargada de la eliminación de las anomalías que pondrían en peligro la supuesta naturaleza que sabiamente habría creado dos sexos con fines reproductivos.
Llegados a este punto cabe volver sobre la pregunta que se hacen tanto las líneas de investigación feminista, como lo que se da en llamar "estudios queer", esto es, perspectivas que engloban puntos de vista de minorías homosexuales o identidades que no encajan en ninguno de los parámetros conocidos. Me refiero a la cuestión básica acerca de si es posible seguir sosteniendo que "sólo" hay dos sexos.
Tal interrogante lleva ya una extensa discusión que puede retrotraerse a las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos allá por los años ’50 y ’60. En aquel momento, lo que se buscaba era la igualación de derechos, esto es, que el Estado reconozca que una mujer y un varón son iguales ante la ley. Esto, por supuesto, venía de la mano de la necesidad de dar una disputa cultural que permita deconstruir aquellas prácticas que la visión patriarcal presentaba como natural, esto es, la mujer a lavar los platos, a cuidar a los hijos y a recibir los cuernos del marido, si es posible. Pero esta estrategia de las feministas fue acusada de demasiado liberal pues la mera igualación de los derechos en las repúblicas occidentales parecía responder a los intereses de las mujeres blancas, heterosexuales y de clase alta y no a las negras, lesbianas y pobres que comenzaron a plantearse si tenía sentido seguir formando parte del colectivo "mujer" en la medida en que tal categoría parecía universal pero sólo servía a los intereses de algunos miembros del conjunto.
Algo similar ocurrió dentro del colectivo homosexual en la Argentina con la sanción de la ley de matrimonio igualitario, donde no faltaron opiniones que acusaron a esta reivindicación de ser "funcional al sistema". Así, afirmaron que no hay que luchar para que permitan casarse a personas del mismo sexo. Hay que luchar para acabar con la institución "matrimonio" y con la lógica de la mera igualación de derechos.
Ahora bien, los acercamientos teóricos de las organizaciones de mujeres a mediados del siglo XX hacían una distinción entre género y sexo mostrando que el primero era una construcción cultural que se hacía sobre una base biológica. En otras palabras, en el aparente dato objetivo de que algunos nacen con pene y otros con vagina, se erigían una serie de imposiciones culturales que en la práctica acababan ubicando a las mujeres en el lugar de sujetos de segunda. Sin embargo, el lema de "la mujer no nace sino que se hace", allá por los años ’80 dio un paso más para abarcar también al cuerpo. Esto podrá resultar sorprendente pero desarrollos teóricos como los de la filósofa estadounidense Judith Butler indican que no sólo el género es cultural sino que también lo es el cuerpo, es decir, el presunto dato biológico inobjetable. En esta línea, lo que se considera el dato natural del sexo es resignificado y repensado a la luz de toda la impronta cultural que asigna a tales cuerpos y a tales órganos, funciones, capacidades y posibilidades que pueden ser intervenidas médica y tecnológicamente si hiciera falta.
En esta línea uno de los fenómenos interesantes que tiene detrás una profunda discusión filosófica es el de las fundamentaciones de los proyectos de ley de identidad de género que se mencionaban al principio. Si bien por razones de espacio no es posible hacer un estudio comparativo de las propuestas, se ve en ellas una cierta tensión que puede leerse en el marco de la discusión aquí expuesta. En términos generales, la ley de identidad de género intenta crear un marco legal a partir del cual sea posible que un individuo pueda formalizar su nueva identidad. La razón es que en un trabajo, en un hospital, en un aeropuerto, si un sujeto con apariencia de mujer presenta un documento de identidad con el nombre "Alberto González", es probable que, además de vergüenza, tenga inconvenientes legales que pueden implicar que no le den el trabajo, que no lo atiendan en el hospital o que no lo dejen ingresar a otro país. Dicho esto, las opciones para institucionalizar estos cambios son muchas y aquellas propuestas que no renuncian al intervencionismo médico presentan toda una serie de mediaciones que van desde una necesaria operación de reasignación de sexo, hasta la intervención de comités de bioética, psicólogos, y jueces que "avalen" la pertinencia de la "transformación". En otra línea se encuentra, por ejemplo, uno de los proyectos en el que han participado activamente diferentes organizaciones de minorías sexuales en el que aparece una categoría por demás interesante, esto es, la auto-percepción. Dicho en buen criollo, la pregunta podría ser: "¿Usted qué siente que es?". La instancia de la autopercepción sirve para poner en tela de juicio el supuesto dato objetivo de las apariencias. Pienso en el caso de varios de los censos que se han hecho en países con fuerte impronta de poblaciones indígenas donde ya no es el entrevistador el que determinaba "a ojo" la etnia del encuestado sino que simplemente se restringe a preguntar: "¿Usted a qué etnia pertenece?". Las respuestas generaron inmensas sorpresas y obligaron a crear nuevas categorías para dar cuenta de la complejidad de los grupos humanos.
Más allá de que nuestro horizonte legal y nuestra cosmovisión occidental obliga a poner límites a la autopercepción para que, de manera razonable, no aparezcan casos de sujetos que exijan cambiar su identidad "minuto a minuto", la discusión puede abrirse hasta límites insospechados. Así, probablemente sea una nueva opción para indagar en esto que denuncian muchas feministas, es decir, que las sociedades occidentales, desde Platón y Aristóteles, siguen pensando en términos binarios, en este caso, en términos de hombre y mujer. Esto dejaría de ser problemático si no se le asignara, a uno de los opuestos, características positivas en detrimento del otro, de lo cual se sigue que los varones serían racionales, activos, fuertes, dominantes y completos, en oposición a las mujeres que serían emocionales, pasivas, débiles, dominadas e incompletas.