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Neoliberalismo marxista

Los habitualmente denostados "neoliberales" no son los únicos que creen que la crisis económica europea es la consecuencia previsible del Estado benefactor de los países más desarrollados del continente y que para superarla será necesario desmantelar muchos programas de ayuda social.

Comparten plenamente su opinión los jerarcas del Partido Comunista chino. Lo confirmó hace poco el jefe del fondo oficial de inversión de China, Jin Liqun, cuando advirtió que, si bien el Estado benefactor sirve para que los rezagados puedan disfrutar de la buena vida, también debilita la voluntad de trabajar duro y por lo tanto causa más pobreza. En cuanto a las leyes laborales que están procurando defender los sindicatos y los partidos políticos izquierdistas de Europa, a juicio de quien está en condiciones de decidir cómo invertir los 400.000 millones de dólares del fondo soberano chino, "inducen pereza e indolencia". En otras palabras, comunistas chinos como Jin Liqun coinciden con la canciller alemana Angela Merkel y otros que atribuyen las dificultades de los integrantes menos dinámicos de la Unión Europea a la haraganería de una proporción excesiva de sus habitantes, razón por la que se resisten a invertir su dinero en lo que temen resultaría ser una especie de agujero negro.

Desde el punto de vista no sólo de los progresistas occidentales sino también de muchos que se consideran conservadores, el lenguaje empleado por Jin Liqun es anacrónico, para no decir antediluviano, más apropiado para un fanático del Tea Party norteamericano que para el representante de un gobierno que sigue llamándose comunista. En el Occidente, la izquierda moderada ganó "la batalla cultural" hace varias décadas, con el resultado de que sus planteos forman parte del sentido común de casi todos los políticos e intelectuales. En nuestro país, las actitudes resultantes son virtualmente hegemónicas. Insinuar que en última instancia los pobres son responsables de su propio destino y que muchos desocupados son vagos equivale a "culpar a la víctima" que, como todos saben, debe su condición desafortunada a la perversidad del sistema capitalista o a la indiferencia de la sociedad.

En base a este presupuesto, muchos gobiernos, incluyendo el kirchnerista, dan por descontado que para lograr un grado mayor de equidad socioeconómica hay que "redistribuir" el ingreso y aumentar los subsidios para quienes perciben menos. Aunque a veces los políticos hablan de la necesidad de difundir "la cultura del trabajo", con escasas excepciones parecen convencidos de que lo que más importa es la solidaridad del gobierno de turno ya que la desigualdad se debe a la codicia de los pudientes.

La actitud de las elites tanto políticas como empresarias de China y de otros países del este de Asia es muy distinta. A diferencia de los dirigentes occidentales, creen que es fundamental estimular el esfuerzo de cada uno y no sienten ninguna simpatía por quienes se resisten a hacer su aporte al bienestar común. Por lo demás, no se trata de una forma de pensar limitada a los grupos dominantes; en el mundo entero se ha hecho célebre el fuerte compromiso de casi todos los chinos y coreanos con "la cultura del trabajo" y con la educación. Así las cosas, deberían sentirse preocupados los entusiasmados por el resurgimiento vertiginoso de China bajo un régimen nominalmente comunista, el que apenas treinta años atrás optó por una versión sui géneris del capitalismo dirigista, y por el presunto fracaso de las desagradables recetas "neoliberales" que se han ensayado en Europa y, a su modo, en nuestro país.

Si, como algunos prevén, China pronto se consolida como una superpotencia financiera, a cambio de su ayuda exigirá reformas mucho más draconianas que las pedidas por el FMI. Mientras que los directivos del organismo dominado hasta ahora por Estados Unidos, miembros de la Unión Europea y el Japón se han sentido obligados a pensar en lo que sería tolerable en los países del Primer Mundo, los chinos están acostumbrados a basar sus recomendaciones en pautas que son incomparablemente más rigurosas. Tratarán a los demás como tratan a sus propios compatriotas y, desde luego, no vacilarán en presionar a gobiernos de países en apuros para que dejen de subsidiar a quienes en su opinión son vagos parasitarios.