Murió el periodista Alfredo Serra a los 81 años
Falleció en el Sanatorio de la Trinidad un imprescindible al que se va a extrañar. El merecido homenaje a una de las mejores plumas del oficio pero, sobre todo, un gran tipo.
No sé cómo hubiera querido ser despedido Alfredo Serra. Sí sé que hoy es un día muy triste. Y que se fue el mejor. El maestro de todos. Parece mentira escribir esto: murió El Pingüino. Inevitable lugar común: quedamos huérfanos de su talento. Como una solitaria página en blanco que tiembla como la luz de una vela.
Pero hay que llenarla: primer mandamiento del oficio del periodista. Aún con la certeza de que será escrita con un nudo en la garganta.
Que los recuerdos empujen las teclas, entonces…
Nació el 29 de mayo de no importa qué año (porque él lo quería así). De todas formas, nos daba una pista: “Nadie tiene más años que yo, salvo las Pirámides”. Exageraba. El barrio: Nuñez. Dato irrelevante para nuestro querido personaje: “Todos nacimos en un barrio”. Se jactaba, sí, de su vasto currículum: siete mil caracteres. Y de sus premios, aunque solía contar su anécdota con el poeta y periodista Conrado Nalé Roxlo el día que le pidió un cigarrillo en la Biblioteca Nacional: “¡Cómo no, mi amigo! En este país, un cigarrillo y una faja de honor de la SADE no se le niegan a nadie”, le respondió. Sin embargo, decía que la medalla más grande era ser llamado “el 17” por un grupo de sobrevivientes, ya veremos...
Alfredo solía decir que no hubo vacaciones en su infancia. Y remarcaba: “Vengo de un hogar humilde, no miserable”. Lo que había eran libros. Y cine: los martes tenía cita en el Real, sobre la calle Corrientes, con Buster Keaton, Charles Chaplin y los Hermanos Marx. Eso, mas “la lluvia y la tosca mano campesina de mi abuelo Justo, que me llevaba a cuanto circo llegaba de más allá de los mares: el Shangri-La, el Gran Circo Norteamericano y el mítico Sarrasani” habitaron hasta sus últimos recuerdos.
A los seis años ya leía de corrido. Se adivinaba el escritor. “En la terraza de mi casa miraba, por ejemplo, las libélulas. Un gato que se comía una libélula era un cuento. Y yo lo escribía”.
El periodista llegó muchos años después. Y fue en los estertores del diario Crítica que se descubrió como tal. Dejó su empleo en un banco, donde le pagaban bien, para teclear con dedos firmes las historias que persiguió. Durante dos semanas, en pleno invierno, hizo guardia desde las siete de la mañana en la puerta del periódico. Cada día ahí, firme, esperando al jefe de Redacción Raúl Fernández. Con una sola pregunta: “¿Hay algo para mí?”. La insistencia dio resultado. Pasó a ganar “4 pesos”. Pero nunca más dejó el oficio. Le designaron un escritorio escondido tras una columna -oculto de la cuadra que ocupaban sus colegas- y una máquina de escribir Underwood que no emitía ningún ruido. Él la haría sonar.
Desde allí, hasta hoy, una obsesión repetida como un mandamiento bíblico: el periodista debe leer libros. Buena literatura. La suya. según un rápido listado que alguna vez trazó: Shakespeare, el primer Vargas Llosa (“hasta La Fiesta del Chivo”), Tabucchi, Isidoro Blaistein, Quevedo, Abelardo Castillo, Dickens y Soriano (“injustamente ninguneado por las capillas literarias argentinas”). Y Borges, claro, leído y releído mil veces. Entrevistado por él unas diez. En su oficina, Serra tenía un cuadrito con una foto de Borges. Alguna vez contó: “Su origen es un secreto homenaje. Apareció, a media página, en el diario La Nación. La recorté, y para disimular el papel común y la actualidad de la imagen, la teñí con café: un truco que aprendí en una agencia de publicidad para lograr el tono sepia, en general vinculado al ayer. Recién al tiempo comprendí que ese acto fue un doble homenaje: a mi profesión, que empezó y transcurrió en el mundo gráfico (el papel), y al genio, que entre sus firmes preferencias reveló… el sabor del café”.
Durante años fue profesor en la UCA. Materia: Redacción periodística. No aceptaba a quienes estaban allí porque “querían salir en la tele”. “Para ser periodista primero hay que saber escribir” sostenía como un mantra.
“Mis compañeros leían a Joyce, a Pinter. Y escribían, además”, contaba sobre sus primeros años en Crítica. Allí conoció a uno de los grandes poetas argentinos, Joaquín Giannuzzi. La presentación derivó en una breve, áspera y -al fin- educativa charla.
-¿Quién sos? ¿Cuáles son tus obras completas? -inquirió el escriba.
-No tengo, recién empiezo" -respondió Serra.
-¿Y leíste a los rusos?
-Todavía no.
-Bueno, no vuelvas a dirigirme la palabra hasta que no hayas leído a los rusos -cerró la charla Gianuzzi, girando sobre sus talones.
Un año después, dos o tres clásicos soviéticos habían pasado por las manos de Alfredo. Se acercó y le dijo: “Señor Gianuzzi: he leído a los rusos”. Pensó que le preguntaría cuáles. Pero no. Se levantó eyectado y lo abrazó: “Ahora podemos ser amigos para toda la vida”.
Después llegó Crónica. Allí también hizo de todo. Hasta escribió sobre turf. Pero sin dudas, el mojón fue su cobertura de la guerra de Vietnam. Que comenzó en el baño del diario. Lado a lado con el director, le preguntó si no pensaban mandar a un enviado especial. La respuesta fue lapidaria. Él lo escribió mejor que nadie:
"-¿Estás loco? Además, es demasiado lejos. Acá no le interesa a nadie.
-Es posible. Pero mataron a un periodista argentino.
No me contestó, y le lancé una estocada a fondo:
-Yo quiero ir.
-Está bien. Hablo con Héctor (Ricardo García, el dueño del diario) y te contesto.
Al rato, García se acercó a mi escritorio y, sin preámbulo, disparó:
-¿Sos loco vos?
Argumenté:
-Soy joven, soltero y la guerra es una oportunidad perfecta. Tal vez no tenga otra.
-Pensalo bien y mañana me contestás.
-No hay nada que pensar. Está decidido.
Se fue a su oficina y una hora después retornó a mi trinchera:
-Está bien. Empezá los trámites. Te vas."
En el hotel Continental de Saigón, refugio de la prensa mundial, conoció a un periodista español, Javier Martínez de Padilla, del diario La Vanguardia de Barcelona. Un veterano que había cubierto varias guerras. Le preguntó si sabía inglés, idioma en el que Alfredo se defendía. Y lo adoptó: “Yo sé algo de francés. Podemos ser socios en la necesidad. A partir de ahora hemos de seguir juntos. Para morir o sobrevivir”.
Para bien, sucedió lo segundo. Pero no sin sentir el filo de la guadaña en el cuello. Mientras disfrutaban del oasis de una cerveza en la hirviente capital de Vietnam del Sur, un loco comenzó a disparar porque el volumen del televisor del bar no lo dejaba dormir. Escaparon saltando por la ventana, con las balas silbando sobre sus cabezas. Esa tarde, el azar le puso cuatro ases en su mano. No sería la última vez.
Conoció, en esa guerra, lo peor de la condición humana. Le dolió aprenderlo de sus propios colegas mientras profanaban cadáveres de guerrilleros del Vietcong. Se habían tenido que encargar de enterrarlos (él también) por orden de las tropas norteamericanas a cambio de ofrecerles un lugar seguro, una noche que no llegaron al hotel antes del toque de queda.
Luego llegó Gente. Primer hito: reunió a Borges y a Sabato, que hacía años que no se hablaban. Cumplió, con creces, con uno de los motivos que lo impulsaron a ser periodista: viajar. El fabuloso tren Transiberiano desde Moscú a Vladivostok. Montecarlo con Susana Giménez (... y Monzón: esa vez, salvó a la diva de la furia del boxeador escondiéndola en su habitación).
Sumó hazañas. Fue el primero en llegar al avión de los rugbiers uruguayos en plena la Cordillera de los Andes después del rescate. Allí encontró el portadocumentos de Fernando Parrado: al volver se lo entregó. Ambos partieron un billete de 10 dólares: cada uno llevaría consigo la mitad para siempre. Su cobertura de los sobrevivientes dejó una lección. Cuando fueron rescatados, llegó a entrevistar a Parrado y logró la estremecedora confesión de que habían comido carne humana para no morir de hambre. Recibió un pedido, un ruego: “No lo cuentes, por favor. Lo vamos a decir ante la prensa mundial y nuestras familias en nuestro colegio”. Cumplió. “Entre la primicia y la actitud moral, callé. Porque un periodista no es un verdugo. Y si lo es, pasa al bando de los canallas”, sentenció. Quienes lograron salir con vida de esa catástrofe fueron 16. A Serra lo llamaban “el 17”. “Fue la mejor medalla que me hayan conferido en medio siglo de periodismo”, repetía.
Las páginas de sus pasaportes se llenaron de sellos de todos los colores. Pero de uno de sus viajes no quedó constancia ni de llegada ni de salida. Ahí, por segunda y decisiva vez, los dados cayeron a su favor.
Bolivia, 1971. El general Hugo Banzer Suárez se levanta en armas. Serra y el fotógrafo Eduardo Forte se suben a un jeep y arrancan hacia la frontera. Nadie puede entrar. Sobornan a un funcionario boliviano e ingresan. Pero no les sella el pasaporte.
En Santa Cruz de la Sierra los detienen. Los cables del flash de Forte los alarman: creen que es una bomba. Su documentación incompleta los condena. No creen que son periodistas. Había un recuerdo fresco: “El Che Guevara también entró con una credencial de periodista”, les dijeron.
La pena es capital. Los ponen frente a un pelotón de fusilamiento. Justo cuando van a disparar, llega la caballería. Así lo recordaba: “A los gritos, en pantuflas, pijama y un impermeable sobre los hombros, alguien impide el crimen: ‘¡Paren! ¡No tiren! ¡Estos hombres son periodistas argentinos! ¡Van a matarlos sin motivo!’”. Era el cónsul argentino, y los salvó de la ejecución.
Pero Bolivia no fue sólo aquel coqueteo con la muerte. Si algún rasgo de fanatismo podría atribuirse a Serra es que estaba en contra de cualquier tipo de totalitarismo. Y en esa faceta fue protagonista de un logro que trascendió nuestras fronteras. Su entrevista al criminal nazi Klaus Altmann-Barbie, acusado por enviar a la muerte a 20 mil personas en la ocupación alemana en Francia, logró espantosas confesiones, entre ellas el reconocimiento de haber pertenecido a las SS hitlerianas y haber actuado en Lyon como un verdadero asesino. Esa entrevista fue replicada, de punta a punta, por la prestigiosa revista Paris Match.
Se convirtió en un especialista en hallar criminales de guerra. Su libro Nazis en las Sombras da fe de ello. Allí no sólo recrea aquel encuentro, sino, entre otros, el que tuvo con Walter Kutschmann, al que encontró en Miramar luego de una implacable pesquisa y acorraló a preguntas. Como en una novela negra, el hombre que le dio el dato definitivo le pidió pagar un precio por la información: un peso moneda nacional.
Su pequeña frustración, luego de una incansable búsqueda, fue a dar con el paradero de Eduard Roschmann, el Carnicero de Riga, demasiado tarde: había muerto apenas horas antes de ser encontrado por Serra de un ataque al corazón en Asunción del Paraguay. Lo vio, al final, en la morgue.
Compartí 25 años la redacción de Gente con Serra. Era un verdadero placer tomar el ascensor en el primer piso -la redacción- e ir hasta su oficina del tercero para llevarle una nota y quedarse a escuchar sus historias. Narraciones hermosas y bien regadas claro, porque Alfredo marcaba el 1217 del buffet y pedía una gaseosa “con un vaso con hielo aparte”. Quien tuvo ese honor, entiende. Al igual que todos, yo también le pregunté: “¿Por qué no hacés un libro con eso que contás?”
Hubo que esperar al 2010 y a un editor avezado -Ignacio Iraola, de Planeta- que se acercó a Serra después de la presentación de un libro y le dijo sin vueltas: “Pingüino, escribí tus memorias”. Alfredo pensó que no le iban a interesar a nadie. Nacho Iraola fue convincente: “Vos escribilas. De todo lo demás me ocupo yo”. Y así nació El Solitario no baila rumba, una recopilación de sus mejores historias.
Ese -el de la redacción, sus notas y sus viajes- era una parte de su mundo. La otra mitad estaba en su departamento de Barrio Norte, donde vivía con su esposa, Mara Sala, su hijo del corazón Daniel Casabé, sus gatas Lucy y Kiara. Todos los sábados, allí, disputaba fieros partidos de fútbol de botones con su gran amigo Rómulo Berruti. El nombre del equipo del Pingüino: Club Atlético Pampero. Las mismas iniciales de su amado Platense. Al terminar, bebían whisky y recordaban anécdotas del oficio. Casabé, director de cine y aficionado al fútbol de botones, vio la punta del ovillo y creó un documental delicioso, que se puede encontrar en Internet: Cracks de nácar. Es un viaje maravilloso al universo de una amistad entrañable.
Al final de su vida, cuando quizás no esperaba nada más a nivel profesional, llegó Infobae. Daniel Hadad lo llamó para decirle: “Quiero que escribas lo que vos tengas ganas, quiero tu pluma en Infobae”, contaba. Estaba agradecido. Lo rescató de una de las enormes injusticias que la ignorancia suele cometer. “Es mi último puerto por razones de edad, a lo mejor me dura mucho, pero es un puerto muy feliz. Y sobre todo, porque me obligó a vincularme con un mundo absolutamente desconocido. Yo la primera vez que fui ahí eran todas redacciones llenas de paredes electrónicas: El periodismo digital del cual yo no sabía nada. Es un lugar muy profesional, pero al mismo tiempo es un lugar muy cálido, que a mí me está haciendo muy feliz. Primero, porque puedo escribir a mis anchas, porque me consideran lo que valgo, que no es tanto pero también es bastante…”, le contó en una entrevista imperdible que le hizo Jorge Fernández Díaz.
En el verano, poco antes de declararse la pandemia, envió una fotografía al grupo de whatsapp de la redacción. Ya estaba enfermo, pero se había recuperado un poco y había vuelto a su casa. Estaba donde todos imaginamos que iba a estar: frente al teclado, escribiendo una nota más. Iluminando, con su ejemplo, a este oficio que amamos. Que él amó como nadie.
Sin dudas, Alfredo Serra consagró su vida al periodismo. En ese largo viaje redimió a la profesión. Y nos hizo mejores a quienes lo conocimos y aprendimos con él. Gracias Pingüino.
Extraído de Infobae
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