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Muchas ciudades, en una

* Por Germán Beder. La capital turca tiene un pie en cada continente. Mezquitas que son basílicas, estadios como coliseos, mujeres despechadas y otras con velo. Contrastes de una pasión milenaria.

Acá hay un estrecho que separa la ciudad en dos continentes, hay barcos por todos lados, hay un fuerte que rodea un buen pedazo de la urbe, casas a las que se accede en lancha, un casco moderno en el que se potencia una proyección primermundista y otro más antiguo que reluce el costado histórico. Acá hay un bazar en el que la gente pierde la cordura. Un bazar que implica, de entrada nomás, entregarse al descontrol. Porque ahí sí que todo es un gran descontrol: los vendedores gritan, los turistas regatean, hay peleas, risas, discusiones. Se trata de uno de los mercados más antiguos y grandes del mundo (45 mil metros cuadrados). Trabajan en el lugar más de 20 mil personas, la mayoría en alguna de las 3.600 tiendas distribuidas sobre 64 calles laberínticas que desembocan en 22 salidas diferentes. Es imposible no perderse: pasan, por día, más de 250 mil individuos.

En este bazar, en realidad, el regateo es ficción pura. Los comerciantes parten de un precio insólito y terminan cediendo a un precio acorde, con una falsa postura de resignación. Afuera, en los alrededores, se descubre el secreto. Una cajita de especias que los vendedores dicen que cuesta 30 liras turcas (y luego venden a 15), en las callecitas aledañas sale 10 (y el precio no es negociable). Pero recorrer el lugar vale la pena. Y hasta puede convertirse en una terapia de descarga. Los orígenes del Gran Bazar se remontan a la época de Mehmed II, cuando en 1455 construyó cerca de su palacio el antiguo bazar (Eski Bedesten). Se vende de todo: remeras, lámparas, las mencionadas especias, prendas locales, telas, alfombras, antigüedades, bijouterie, perfumes, bolsos, cuero... Hay casi cien variedades de productos diferentes. La esencia del comercio turco al servicio del turista. Un sueño.

Acá hay taxistas descontrolados, hombres que juegan durante horas al backgammon (tradición local), mujeres despechadas y mujeres tapadas de pies a cabeza. Hay bares nocturnos en la calle, al aire libre, con música local, en los que la gente fuma tabaco perfumado en narguile y baila, y otros, también al aire libre, mucho más europeizados, con vista al estrecho, debajo de un puente y con una entrada de 50 liras turcas (casi 130 pesos). Acá hay estadios de fútbol que parecen coliseos renovados y hoteles con shoppings incorporados. También casitas muy chicas, barrios humildes y sectores que parecen descampados.

Acá uno puede ir caminando por la que podría considerarse la calle más temible del mundo, con gatos, basura, miradas y oscuridad, y desembocar, de pronto, en otra cortada con jóvenes bailando, pubs, luces de colores, boliches de dos plantas y restaurantes de paso. Sucede cada noche en Taksim, un sector camaleónico de la ciudad en el que, cuando cae el sol, se bebe al ritmo turco, por las calles aledañas de la famosa peatonal Istiklal (una suerte de Florida ancha, de dos kilómetros de extensión). Y digo camaleónico ya que, de día, esta zona es otra historia. Istiklal simboliza la globalización y reivindica el costado más occidental de la ciudad. Pelear un precio en cualquier negocio de sus cuadras podría despertar carcajadas hasta en el vendedor de menor jerarquía. Las principales marcas textiles están distribuidas en locales de dos y hasta tres plantas y no existen las ofertas porque todo es caro.

Acá hay decenas de mezquitas, pero hay una, la Mezquita Azul, única. Fue construida a principios del siglo XVII y tiene 23 metros de diámetro más otros 43 de altura. Posee más de 20 mil azulejos de color azul que adornan la cúpula y la parte superior (de allí el nombre) y más de 200 vidrieras. Los versos del Corán distribuidos por diferentes lugares redondean la decoración interna. En la Mezquita Azul, la ortodoxia religiosa turca barre los conceptos diurnos de Taksim: las mujeres tienen que taparse la cabeza para entrar y también tienen que llevar los hombros ocultos. Nadie puede ingresar al lugar con calzado.

Síntesis del contraste permanente en cada rincón, exactamente en frente de la imponente Mezquita Azul, se halla la basílica de Santa Sofía, antigua catedral cristiana de Constantinopla, que se convirtió en mezquita en 1453 y en museo en 1935. Otra obra soberbia, criatura preferida del arte bizantino.

Acá hay un bazar de especias con más de noventa tiendas, una rambla interminable, un rincón top de restaurantes demasiado parecido a Las Cañitas, estaciones de tren demasiado parecidas a las argentinas (salvo por la puntualidad del servicio), decenas de avenidas con grandes bulevares en el medio, decenas de cortadas en las que apenas pasa un auto, autopistas infinitas y dos puentes que separan Europa de Asia. Hay un palacio, denominado Topkapi, que es un delirio de ostentación. Fue el centro administrativo del Imperio Otomano desde 1465 hasta 1853: vivían allí más de cuatro mil personas. Está formado por pequeños edificios y cuatro patios, con distintas finalidades. En el primero el acceso era público, en el segundo se realizaban grandes convenciones (hay diez salas que oficiaban, en su momento, como cocinas imperiales), en el tercero sólo podían ingresar los altos dignatarios y en el cuarto se relajaba el sultán de turno. La vista de este último sector, obviamente, da al Bósforo. La superficie total del complejo es de 700 mil metros cuadrados, casi la mitad de la extensión de Mónaco.

Acá hay una cisterna (la cisterna de Yerebatán) que, en su momento, fue capaz de albergar 90 mil metros cúbicos de agua, hay castillos, negocios que ofrecen los famosos baños turcos (cuestan alrededor de 50 euros) y un puerto majestuoso, de los más congestionados del mundo (130 buques diarios, sin contar tráfico local). Acá, en definitiva, hay de todo. Porque de eso se trata Estambul: opciones infinitas, contrastes permanentes, intensidad. Un crisol cultural y étnico. Hasta en el lado asiático, el menos turístico, tiene sus desproporciones sociales y estéticas: Üsküdar y Kadiköy, los dos barrios más grandes, sin ir más lejos, tienen sectores muy humildes y a la vez zonas residenciales (como Moda).

Alguna vez Napoleón Bonaparte dijo: "Si la tierra fuera un solo Estado, Estambul sería la capital". Y no es casual. Al margen de su siempre creciente masa poblacional (una de las mayores capitales de Europa, con más de 14,5 millones de habitantes), la distingue el simple hecho de ser una de las metrópolis con más historia.

Nunca nadie podrá retratar con exacta fidelidad este lugar interminable. Todas las contradicciones políticas (apoyar o no el ingreso a la Unión Europea), religiosas, estructurales y arquitectónicas que se descubran son parte de la identidad local. No se puede esperar menos de una ciudad que, además de estar dividida en dos continentes por un simple estrecho (el Bósforo), también está dividida en su sector europeo por un hermoso estuario (Cuerno de Oro). Muchas ciudades en una. De eso se trata Estambul.