Moyano, el poder tiene dueño
El l líder de la CGT construyó en la última década una poderosa estructura sindical capaz de ponerle condiciones a la política. Ahora, la justicia parece ponerle límites a su ambición.
Si en la Argentina gobernara el año que viene alguien que afecta los intereses de los trabajadores, saldremos con los pibes a la calle." Esa advertencia, que Hugo Moyano había diseñado para Julio Cobos, cambió hace pocos días de fecha y de destinatario. La historia se aceleró. Moyano, los pibes -Pablo y Facundo, sus hijos-, y hasta su esposa, Liliana Zulet, no deben esperar a diciembre de 2011 para concretar esa amenaza. Acaso deban enfrentar al gobierno actual, y no porque afecte los intereses de los trabajadores sino porque pone en riesgo algo que para ellos es mucho más apreciable: los intereses de la familia.
Moyano nunca quiso creer que la prisión de los Zanola -Juan y su mujer, Paula Aballay- podía ser un espejo que adelanta. Cada vez que le propusieron esa idea, huyó de ella. Pero el jueves no tuvo más remedio que aceptarla. El mismo juez que mandó a la cárcel a Zanola, Norberto Oyarbide, procesó al dueño de la droguería que proveía a la obra social de los camioneros.
Como el bancario, también Moyano había delegado en su esposa la administración de ese negocio. La figura es la misma en ambos casos: asociación ilícita. Demasiadas coincidencias.
No es el único juzgado en el que los Moyano están contra las cuerdas. Claudio Bonadio investiga al secretario general de la CGT por enriquecimiento ilícito en un expediente en el que también figuran irregularidades con medicamentos. Como Oyarbide, Bonadio avanza en su pesquisa sin que nadie del Gobierno emita la más mínima señal tendiente a detenerlo.
La tribu sindical está alterada. En las últimas 48 horas se multiplicaron los conciliábulos, que seguirán mañana. Moyano pretende que todo el gremialismo se encolumne a sus espaldas para que la Presidenta experimente el peso de la corporación. No le está resultando fácil la tarea. La mayoría de sus pares recuerda que, en lo alto de la gloria, Moyano no supo compartir las ventajas que le daba su influencia. Ahora es tarde para la solidaridad, aun cuando se trate de sindicalistas. Es decir, de gente a la que todo el tiempo se le cae esa palabra de la boca.
La soledad del secretario general de la CGT no es una consecuencia de su debilidad, sino de su exceso de poder. O, para decirlo con mayor precisión, es una demostración de que él encarna un liderazgo de nuevo tipo. La primera peculiaridad de Moyano es que, a diferencia de casi todos sus pares, expresa un fenómeno de época. Desde el año 2000, la cosecha de granos creció en un 50%. Pero también la producción física de la industria se expandió en una proporción similar. La carga transportada en camiones se incrementó en más del 50% durante la década: pasó de 220 millones de toneladas en el año 2000 a 300 millones de toneladas en el año 2010. Moyano es, para decirlo en una síntesis, la soja. O, si se prefiere, China.
Las remuneraciones de los camioneros acompañaron esa expansión. Este año tuvieron un ajuste del 26%, a lo que debe sumarse un incremento equivalente en viáticos, comidas y compensaciones por viajes de larga distancia o permanencia fuera del hogar. Esos adicionales ahora se cobran también durante las vacaciones. Entre 2006 y 2010 los sueldos subieron en este sector 147%, es decir, una proporción similar a la que se registró en la construcción, y 10 puntos por encima de la industria.
Moyano consiguió asociar a las empresas a su expansión. Las compañías que suscriben el Convenio Nº 40, el de camioneros, son premiadas por el Gobierno con una devolución de aportes patronales que representa entre el 6 y el 8% de sus gastos. Para muchos empleadores esa exención equivale al 33% de las ganancias. El Ministerio de Planificación es el que debe devolver las contribuciones, que por lo general gestiona el sindicato. Con este envidiable mediomundo, Moyano sale de tanto en tanto a capturar afiliados de otros gremios para su propio sindicato, con la frecuente complicidad de los empleadores.
No es la única prebenda que convierte a este gremialista en representante de todo el sector logístico, no sólo de los trabajadores. Moyano supo presionar durante los últimos cinco años a los proveedores de cargas, sobre todo a las cerealeras, para que paguen a los transportistas una tarifa plana. Es decir, para que los precios no fluctúen con la demanda estacional sino que se mantengan, sea o no tiempo de cosecha, siempre altos. Al líder de la CGT no le alcanzó con esa conquista. Extendió su poder, además, al control de las playas de cargas de los puertos desde donde se exportan las commodities. Para consolidar su reinado, consiguió también que las compañías que contratan transporte de cargas se involucren en el combate al cuentapropismo clásico de los camioneros. Resulta cada vez más difícil contratar a pequeñas firmas de monotributistas que poseen uno o dos vehículos. Ahora se expanden las grandes compañías con muchos empleados que alimentan al sindicato con sus aportes. La paralización de plantas de Siderar, La Serenísima, Arcor, Sancor, Loma Negra o Quilmes fue en los últimos meses un método puesto al servicio de esta estrategia de acumulación de poder gremial y económico.
En una economía que depende como ninguna de la logística, Moyano cuenta con una capacidad de bloqueo preocupante. La última vez que exhibió su peligrosidad fue en julio de 1999, con un paro de camiones por tiempo indeterminado. El gobierno de Carlos Menem descubrió enseguida que contaba con escasísimos recursos para superar el desafío, sobre todo si a la paralización del transporte de cargas se le agregaban cortes de rutas en nudos estratégicos. Aquella experiencia demostró que con sólo paralizar el tráfico de combustibles y de caudales, es decir, con sólo desabastecer a las estaciones de servicios y a los cajeros automáticos, Moyano puede enloquecer a la clase media. Puede, por lo tanto, fisurar la popularidad de cualquier gobierno.
El líder de los camioneros ha conseguido potenciar esta gravitación sectorial, tal vez superior a la que entre los años 50 y 80 ejerció la UOM de Augusto Vandor y Lorenzo Miguel, con otra peculiaridad inédita: por primera vez en la historia la CGT está en manos de alguien con poder propio. Los antecesores más célebres de Moyano en la secretaría general, José Ignacio Rucci y Saúl Ubaldini, carecían de peso específico. Rucci pertenecía a la UOM, pero no la controlaba. El mandamás allí era Miguel. Ubaldini representaba a una organización ínfima, el sindicato de cerveceros. Para sus decisiones dependía del consentimiento de los grandes leones: Miguel, Diego Ibáñez, Jorge Triaca. Al evitar que la máxima representación del movimiento obrero fuera ejercida por un dirigente fuerte, los sindicalistas conjuraban un peligro comprensible: que los gobiernos se tentaran con pactar con ese dirigente crucial olvidando al resto.
Moyano es, por primera vez, un secretario general de la CGT en condiciones de prescindir de los demás sindicalistas. Por esa razón sus colegas no lo aprecian. El gremialismo fracasó en el intento de controlar a su principal representante. En vano los viejos dirigentes trataron de encerrar al camionero en el corralito de un triunvirato. Moyano se sacó de encima al poco tiempo a Susana Rueda y José Luis Lingieri, y logró que Néstor Kirchner lo reconociera como el único interlocutor en el mundo del trabajo. A Kirchner le pareció rentable la propuesta. Sus tres antecesores inmediatos habían caído después de perder el control de la calle. ¿Qué mejor, entonces, que pactar con un líder del transporte? Desde entonces son mayoría los jerarcas sindicales que pretenden ver a Moyano fuera de la CGT. Si convalidan su dominio, es porque Kirchner, a través de De Vido, los ha venido presionando para que reeligieran al camionero en ese cargo. Kirchner disfrutaba de esa dependencia. Pero Kirchner ya no está. Quedó su viuda, que siempre prefirió a Gerardo Martínez como secretario general de la central obrera. Moyano y Martínez se detestan. Martínez participó en la comitiva presidencial durante la última reunión del G-20 en Seúl.
Moyano entraña otra novedad. A diferencia de casi todos sus colegas, en su cabeza anida una ensoñación política. El aspira a que su poder gremial se proyecte sobre la estructura del Partido Justicialista. A comienzos de octubre pasado, en la provincia de Santa Fe, Moyano definió esa pretensión en estos términos: "El general Perón decía que el sindicalismo era la columna vertebral del movimiento. Eran tiempos en que el sindicalismo no estaba maduro.
Ahora podemos aspirar a ser la cabeza del movimiento. Debe llegar el día en que un trabajador conduzca los destinos del país".
El primer paso en esa dirección es la jefatura del PJ bonaerense, que Moyano ejerce desde que Alberto Balestrini abandonó el cargo, víctima de una afección cerebro-vascular. Desde la presidencia de esa fuerza el líder de la CGT pretende intervenir en la confección de las listas electorales del año próximo. Es evidente que nadie había calculado el accidente de Balestrini, porque el encumbramiento del camionero ha desatado un enorme malestar en el partido. En especial entre los intendentes. Es bastante lógico: a ningún dirigente le resulta simpático que lo represente alguien cuyo poder deriva de una fuente ajena a esa misma representación. Y el poder de Moyano se elabora en el laboratorio sindical, no en el partidario. El propio camionero se empeña en hacer notar ese desplazamiento. El mes pasado le arrebató a Alfredo Atanasof la conducción de la Federación de Sindicatos de Trabajadores Municipales de la provincia a través de un ahijado gremial, Oscar Ruggiero. La operación se había decidido el 28 de agosto por la noche, en una mansión de un country náutico de Escobar. La tranquilidad de cada intendente depende ahora, en alguna medida, de Moyano. Nada que los caudillejos del conurbano ignoraran. Cuando intentaron ejercer una tenue resistencia a la jefatura partidaria del camionero, él les envió un mensaje contundente: "Recuerden que al que se queje le puedo suspender la recolección de residuos". No está claro si ejercía esa advertencia como titular del sindicato o por sus estrechas vinculaciones con el empresariado del sector. Hay compañías como Covelia S.A., a cuyo frente se encuentra Ricardo Depresbiteris, que responden a Moyano como si se tratara de su dueño. Los Moyano, Hugo y Pablo, corresponden a esa amistad: hay innumerables testimonios de cómo, ante cada licitación o demoras en los pagos, ellos llaman a los municipios para "garantizar la fuente de trabajo", eufemismo al que apelan los gremialistas cuando quieren defender a un empresario.
El regreso de la corporación
El avance de Moyano sobre el PJ significa una involución en el proceso de democratización interna que esa fuerza llevó adelante durante la década del 80. El movimiento que se conoció como "renovación peronista" liberó al partido de su formato corporativista. Los sindicatos debieron replegarse hacia su esfera profesional para dejar espacio a la representación política.
Esa reforma se produjo en el contexto de una vitalidad político partidaria de la que hoy la Argentina carece por completo. Hasta se podría pensar que esta reedición del poder corporativo que encarna Moyano es otra manifestación de la crisis política que se desarrolla en el país.
El líder de los camioneros es el demiurgo de un poder que va de lo económico a lo sindical y de lo sindical a lo político. Esa expansión tuvo una demostración escenográfica durante la última conmemoración del 17 de octubre. Moyano se apropió de la simbología de esa fecha mitológica reuniendo 70.000 personas en el estadio de River Plate. Desde esa tribuna le fijó condiciones a la política. Kirchner, que estaba sentado en el palco principal, guardó silencio. Ese día empezó un duelo que todavía continúa.
Es posible que el Gobierno haya sido el último en enterarse de que en la democracia argentina anida un poder de facto que se resiste a ser disciplinado. Cristina Kirchner está descubriendo ahora su existencia. Advierte lo que para otros fue evidente hace ya tiempo: que ese poder se nutre de una sustancia que ella misma le provee. Esa savia es la inflación. La Argentina es, con Venezuela, el único país de Sudamérica afectado por la inestabilidad de los precios. Existe una relación directa entre esa disfunción y la gravitación creciente de Moyano.
La Presidenta aborda este problema encomendándole a De Vido un acuerdo de precios y salarios. Pretende que la CGT no exija un ajuste de ingresos superior al 20%. Hay otra mujer dispuesta a fijar una barrera a esa aspiración. Es la esposa de Moyano. Liliana Zulet administra con su gerenciadora las prestaciones de la obra social de camioneros. Fue ella, no Moyano, quien contrató a Marcos Hendler, ahora procesado. En su última gira por Europa, Zulet se resistía a regresar a Buenos Aires, temerosa por los allanamientos judiciales. El miércoles pasado, encerrado con algunos de sus pares en la central obrera, el camionero analizó estos riesgos. Varios capitostes coincidieron en que la corporación gremial está sometida al acoso judicial oficialista. Los asiste un indicio contundente: Oyarbide, el verdugo de Hendler, es el mismo juez que exculpó a los Kirchner por su llamativo progreso patrimonial.
El poder de Moyano ha sido puesto a prueba. Al camionero le han rodeado la manzana con un drama femenino. Cristina Kirchner le exige disciplina sindical. Y su esposa le pide un destino judicial menos inseguro. Una cosa depende de la otra. Por el filo de esa navaja camina la paz social en la Argentina.