Merkel, Hollande y Europa
La insistencia de Angela Merkel en imponer el pacto fiscal revela que la canciller alemana nada aprendió de la historia de Europa, donde los pactos se firman para ser archivados y olvidados.
En su encuentro cumbre del miércoles último en Berlín, la canciller de Alemania, Angela Merkel, y el flamante presidente de Francia, François Hollande, tropezaron dos veces en la alfombra roja, humedecida por la llovizna, y el mandatario galo tragó acíbar cuando un rayo cayó sobre el avión que lo transportaba a territorio germano. Los griegos y latinos de la antigüedad hubiesen dicho que esos percances eran señales de un hado adverso.
Pero no hubo demasiada adversidad en el encuentro (el protocolo sirve a veces para algo, sobre todo cuando se trata de un primer diálogo, en el cual prevalecen las formas). La canciller suavizó su exigencia de austeridad y el presidente dijo que no todo podía ser crecimiento.
Austeridad y crecimiento, pues, no serían inconciliables sino perfectamente compatibles.
Merkel insistió, era previsible, en que el pacto fiscal europeo (PFE) es innegociable. Suscripto en marzo último por 25 de los países miembro de la Unión Europea (UE), con la oposición de Inglaterra y República Checa, ha sido ratificado únicamente por Portugal y Grecia. Detalle que no estimula precisamente a otros socios a apurar las ratificaciones para que entre en vigencia.
El PFE aparece como una de las tantas fórmulas mágicas que en los últimos tres años se han barajado de modo febril como posibles salidas de la crisis laberíntica en que se hallan inmersos.
El empecinamiento fiscal de la canciller carece de sólidos fundamentos históricos. De mayor trascendencia histórica fue, naturalmente, el Tratado de Maastricht (7 de febrero de 1992), que dio nacimiento a la UE. Sus puntos fundamentales fueron estos: la inflación no podía superar el 1,5 por ciento sobre la media de los tres países comunitarios menos inflacionarios; el tipo de interés a medio y largo plazo no sobrepasaría el promedio de esos mismos países en más del dos por ciento; y la moneda debió permanecer estable, sin devaluación o revaluación, en los dos años previos.
El déficit público ya no podría superar el tres por ciento del producto interno bruto (PIB), mientras que la deuda soberana de cada país tendría que ser inferior al 60 por ciento de su PIB. El déficit y la deuda pública pasaron a formar parte del pacto de estabilidad y crecimiento (PEC).
Y bien, ¿cumplieron lo firmado con la mayor solemnidad? Para nada. De los ahora 27 países miembro, sólo lo hicieron Luxemburgo y Finlandia. Los demás se abandonaron a una alegre transgresión. Desde luego, Italia encabezó la nómina de transgresores, con 19 violaciones, sobre todo en materia de deuda pública, seguida casualmente por la rigurosa Alemania con 15, al igual que Austria, mientras que Francia y Bélgica lo hicieron 14 veces. Eso, hasta 2010.
¿Por qué obstinarse tanto en el PFE, si toda la historia de Europa enseña que los pactos se firman para ser archivados y olvidados?
Pero no hubo demasiada adversidad en el encuentro (el protocolo sirve a veces para algo, sobre todo cuando se trata de un primer diálogo, en el cual prevalecen las formas). La canciller suavizó su exigencia de austeridad y el presidente dijo que no todo podía ser crecimiento.
Austeridad y crecimiento, pues, no serían inconciliables sino perfectamente compatibles.
Merkel insistió, era previsible, en que el pacto fiscal europeo (PFE) es innegociable. Suscripto en marzo último por 25 de los países miembro de la Unión Europea (UE), con la oposición de Inglaterra y República Checa, ha sido ratificado únicamente por Portugal y Grecia. Detalle que no estimula precisamente a otros socios a apurar las ratificaciones para que entre en vigencia.
El PFE aparece como una de las tantas fórmulas mágicas que en los últimos tres años se han barajado de modo febril como posibles salidas de la crisis laberíntica en que se hallan inmersos.
El empecinamiento fiscal de la canciller carece de sólidos fundamentos históricos. De mayor trascendencia histórica fue, naturalmente, el Tratado de Maastricht (7 de febrero de 1992), que dio nacimiento a la UE. Sus puntos fundamentales fueron estos: la inflación no podía superar el 1,5 por ciento sobre la media de los tres países comunitarios menos inflacionarios; el tipo de interés a medio y largo plazo no sobrepasaría el promedio de esos mismos países en más del dos por ciento; y la moneda debió permanecer estable, sin devaluación o revaluación, en los dos años previos.
El déficit público ya no podría superar el tres por ciento del producto interno bruto (PIB), mientras que la deuda soberana de cada país tendría que ser inferior al 60 por ciento de su PIB. El déficit y la deuda pública pasaron a formar parte del pacto de estabilidad y crecimiento (PEC).
Y bien, ¿cumplieron lo firmado con la mayor solemnidad? Para nada. De los ahora 27 países miembro, sólo lo hicieron Luxemburgo y Finlandia. Los demás se abandonaron a una alegre transgresión. Desde luego, Italia encabezó la nómina de transgresores, con 19 violaciones, sobre todo en materia de deuda pública, seguida casualmente por la rigurosa Alemania con 15, al igual que Austria, mientras que Francia y Bélgica lo hicieron 14 veces. Eso, hasta 2010.
¿Por qué obstinarse tanto en el PFE, si toda la historia de Europa enseña que los pactos se firman para ser archivados y olvidados?