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Mensajeros malditos

*Por James Neilson. La razón por la que el gobierno kirchnerista quiere silenciar a aquellas consultoras privadas que, con insolencia insoportable, dicen que la tasa de inflación es tres veces más alta que la difundida por el Indec es sencilla: sabe que la mayoría confía más en los guarismos que producen que en los oficiales.

Caso contrario, las dejaría en paz. Por el mismo motivo, los gobiernos de los países miembros de la Unión Europea odian a muerte a las calificadoras de riesgo más influyentes: Standard & Poor's, Moody's y Fitch. Temen que estén en lo cierto al prever la quiebra de la Eurozona.

Al igual que nuestro Guillermo Moreno cuando de las consultoras se trata, las autoridades europeas están decididas a obligar a los malhechores a modificar sus opiniones sobre el estado de las distintas economías del continente envejecido para que coincidan con las favorecidas por los gobernantes, multándolas por sus presuntos errores y confeccionando legislación punitiva destinada a intimidarlas. Asimismo, mientras que los kirchneristas dan a entender que las consultoras están en manos de "neoliberales" siniestros decididos a socavar "el modelo" nacional y popular, los europeos dicen que las calificadoras responden a intereses "anglosajones", palabra que en la jerga política de los eurócratas tiene el mismo sentido, aunque sucede que una de las tres grandes, Fitch, es propiedad de la empresa Fimalac que es orgullosamente gala.

Tanto las consultoras que procuran medir los aumentos de precios en la Argentina como las calificadoras que intentan advertir sobre los riesgos enfrentados por bancos, corporaciones importantes y países dependen de su credibilidad. Si se equivocan demasiadas veces, nadie les prestará atención. Bien que mal, en la actualidad los distintos agentes económicos las creen más fiables que los voceros gubernamentales, a pesar de que los recursos a disposición de las consultoras locales sean limitados y en los años últimos las calificadoras hayan perpetrado muchos errores atribuibles al optimismo excesivo.

La furia que se ha desatado en Europa se debe a que, en opinión de Moody's, los bonos portugueses son "especulativos" –es decir "basura"– y que por lo tanto sería mejor no comprarlos. El impacto en los mercados del juicio lapidario de la calificadora fue fuerte; las tasas de interés subieron de golpe. ¿Es que los técnicos de Moody's son tan respetados que cualquier parecer suyo es tomado por una verdad revelada? En absoluto. Es que casi todos los vinculados con el mundillo financiero ya están convencidos de que tarde o temprano Portugal, lo mismo que Grecia, Irlanda y, tal vez, España seguida por Italia, tendrán que abandonar la Eurozona a menos que los alemanes se resignen a subsidiarlos hasta que, luego de vaya a saber cuántos años, sus economías se hagan tan "competitivas" como la teutona. Puesto que es muy poco probable que los alemanes acepten desempeñar el papel que la lógica propia de una unión monetaria auténtica les ha reservado, se prevé que el euro tal y como lo conocemos tenga los días contados.

Con frecuencia el FMI es atacado con virulencia por su costumbre de aplicar los mismos criterios a todos los países sin tomar en cuenta las diferencias políticas, sociales y culturales, además de económicas. Tienen razón quienes señalan que en países determinados ciertas curas son política o socialmente imposibles, pero si el FMI comenzara a discriminar entre los considerados capaces de manejarse según pautas exigentes y los demás, sería denostado por la arrogancia elitista que tal actitud reflejaría. De todos modos, en la Eurozona la uniformidad está institucionalizada. Países como Grecia y Portugal, España e Italia, tienen que convivir con Alemania que, por ser dueña de la economía más poderosa de la UE, fija las reglas, una realidad que les plantea un desafío que la mayoría de sus habitantes no está en condiciones de superar, de ahí la crisis en que se han precipitado.

El euro fue fruto de un proyecto político. Los artífices creyeron que serviría para hacer más rápida la marcha hacia un superestado europeo del que las viejas naciones serían como provincias, pero si bien el poder de Bruselas ha crecido mucho en desmedro de aquel de Londres, París y Berlín, para no hablar de Roma, Madrid, Lisboa y Atenas, las distintas sociedades no han cambiado a la velocidad esperada. Por cierto, escasean las señales de "convergencia". De haber conservado sus monedas tradicionales, Portugal, Grecia y los demás ya las hubieran devaluado frente al marco alemán para poder evolucionar a su propio ritmo, pero merced al euro no les está permitido hacerlo. Desgraciadamente para ellos, son como señores un tanto obesos que se han visto forzados a seguir los pasos de atletas olímpicos: no es exactamente sorprendente que hayan flaqueado.

Lo mismo que en la Argentina en los meses que precedieron al default, devaluación masiva y una convulsión socioeconómica de consecuencias nefastas, los países "periféricos" de la Unión Europea están luchando denodadamente para aferrarse al statu quo. Es su equivalente de la convertibilidad. Una vez estallada la crisis tremenda que dio en tierra con la convertibilidad y con el gobierno del presidente Fernando de la Rúa, casi todos reconocieron que hubiera sido mucho mejor abandonar el uno a uno varios años antes, pero en 1999 tal propuesta fue considerada indignante por la mayoría. Por cierto, de haberla reclamado el FMI, la clase política en su conjunto lo hubiera denunciado por atentar contra los intereses nacionales, como en efecto hizo más tarde por no haber actuado a tiempo con la energía apropiada.

Para mantenerse en la Eurozona, Grecia y sus compañeros en desgracia tendrán que someterse a una serie de ajustes fiscales penosos, aumentar los impuestos y condenar a millones a años de dependencia de subsidios magros, sin que haya ninguna garantía de que, de resultas del régimen espartano así supuesto, se hagan más competitivos de lo que ya son. De ser Europa un solo país, como Estados Unidos, los capaces de hacerlo se trasladarían a regiones más dinámicas, pero son tan grandes las diferencias entre los distintos idiomas, costumbres y redes sociales que a la mayoría dicha alternativa le está vedada. Parece inevitable, pues, que los periféricos más vulnerables terminen optando por una "solución argentina", aunque en su caso la eventual ruptura con el euro podría resultar ser aún más traumática de lo que fue aquí la decisión de decirle adiós a la convertibilidad.