Mediciones del desarraigo
Catastróficas políticas macroeconómicas y sorpresivas reactivaciones crearon flujos de emigración interna que hacen trizas la Argentina imaginaria de integración y desarrollo armónico.
Los argentinos perdimos la década de 1980 por la crisis de la deuda que estalló en México y se propagó por todo el continente, con secuelas de estancamiento y regresión.
Perdimos la década de 1990, de fuerte crecimiento de la economía mundial, porque nos embarcamos en una devastadora política neoliberal, que desterró al Estado del quehacer económico, al tiempo que se iniciaba un proceso de extranjerización de áreas decisivas del quehacer industrial y se abandonaba al agro a su malaventura.
Pocos recuerdan ahora, cuando embisten contra los productores agropecuarios, que en ese decenio fatídico más de 60 por ciento de sus establecimientos estaban quebrados, embargados o hipotecados, sin rescate alguno por el Estado.
Y perdimos la primera década del siglo 21 completando la desnacionalización de nuestras principales industrias. Ahora, mientras se negocia febrilmente con el Club de París para retornar al mercado internacional de capitales, se olvida que todos los años las empresas desnacionalizadas giran a sus casas matrices más de siete mil millones de dólares. No hay una genuina política en materia laboral, ya que el trabajo informal aún afecta a casi uno de cada tres asalariados.
La confluencia de estos factores adversos quedó reflejada en el Censo Nacional 2010, cuyos primeros resultados revelan un muy activo flujo de "emigración interna" desde el norte.
El irracional cierre de ramales ferroviarios (otra de nuestras hazañas económicas de los ’90) creó centenares de pueblos fantasma, cuyos pobladores debieron abandonarlos y marchar hacia los grandes centros urbanos en busca de una azarosa subsistencia.
El extenso arco norte del territorio nacional parece estar condenado a una marginalidad que hace trizas las retóricas invocaciones al desarrollo integral y armónico. En efecto, al analizar los datos provisorios del último Censo, el centro de estudios Idesa detectó que la tasa de natalidad promedio de las provincias del norte es de 2,08 por ciento anual, es decir, en la década hay 12 por ciento más de nacimientos que en el promedio del país. Sin embargo, la tasa de crecimiento –en las regiones del noroeste y nordeste– fue de apenas 1,04 por ciento anual, es decir, siete por ciento menos que el crecimiento promedio del país.
Esto muestra que, pese a las cifras de expansión de la economía, enormes legiones humanas siguen desplazándose a los alrededores de las grandes urbes en busca de mejores condiciones de vida. Los datos debieran ser un buen punto de partida para definir políticas que permitan el arraigo de esas poblaciones y el desarrollo de proyectos industriales que, a su vez, evitarían las concentraciones de miseria y marginalidad en los conurbanos de Buenos Aires, Rosario y Córdoba. Esa es la utilidad real de un censo, más que exhibir que el sur es el sitio de mayor crecimiento relativo de la Argentina.