Maestros y discípulos
* Por Jorge Galíndez. Entre los jóvenes profesionales es frecuente la búsqueda del "maestro", aquella persona que por su trayectoria se transforma en una suerte de espejo en el cual mirarse.
Por lo general es un médico ya consolidado en su carrera, que está en condiciones de mostrar en el hacer cotidiano la complejidad del conocimiento, algo a lo que no siempre se accede en los procesos de educación formal, donde la currícula implica una dosificación –en materias, años de cursado– del aprendizaje.
En muchos casos, ese maestro es además, quien –con capacidad de imaginar escenarios futuros- puede marcar el camino y así facilitar la inserción laboral. Es una autoridad no sólo por sus conocimientos académicos, sino por la imagen que proyecta en sus pares, más aún en estos tiempos en que el conocimiento circula con una velocidad inusitada y suele nivelar el acceso a la información de alumnos y docentes. La trayectoria es la que da la autoridad: la certeza de los pasos, la distancia recorrida y el punto al cual se llegó.
Ahora, para ser reconocido como maestro debe haber una voluntad de serlo, una vocación por lo docencia que trasciende los compromisos formales de un cargo académico y que, justamente, se expresa en el afán por enseñar siempre y aportar todo un background --valga el anglisismo-- que sólo lo da la experiencia de vida. Esto refuerza su perfil humano con aciertos y equivocaciones, lo que lleva a contrarrestar cualquier pretensión errónea de idealizarlo. Es que el maestro no debe tener miedo de enseñar ni siquiera a partir de sus propios errores, de los cuales nadie está exento.
Cuando discípulo y maestro se reconocen mutuamente y comprenden que la relación no va a ser eterna, es probable que surjan grandes equipos en los cuales ambos se van a beneficiar
Así, el primero crecerá como profesional y el segundo verá con satisfacción la continuidad de su manera de entender la medicina. Marcará una línea, "hará escuela".
Si bien hemos hablado de "el discípulo", es cierto que en muchas oportunidades el maestro aglutina a más de uno. En este caso, debe esforzarse por mantener el equilibrio y establecer como prioridad el aprendizaje y la sana competencia, es decir, el esfuerzo por ser cada día mejor. También tiene que generar las condiciones para que circule libremente el conocimiento y se enriquezcan todos.
Asimismo, en su condición de líder de ese grupo, tiene que saber reconocer rápidamente cuando existen personalidades encontradas, para que las diferencias se transformen en algo productivo y no en motivo de conflicto.
En cualquier orden de la vida --y sobran ejemplos en la historia de la medicina--, los mejores siempre han querido ser discípulos dilectos y maestros ejemplares. Ahora, es imprescindible darse cuenta de que tanto la condición de discípulo como la de maestro son transitorias y que perpetuarlas desvirtúa el noble propósito inicial de una relación, que suele comenzar en un pasillo de hospital con un pedido informal "Podría trabajar con usted?, o una invitación: ¿te gustaría sumarte a mi equipo?".
Por cierto, tiene que haber un acuerdo tácito respecto de que la relación maestro-discípulo no es eterna y que se sostiene con el compromiso y la lealtad cotidiana. En ese sentido, confieso que he visto casos de jóvenes con ambiciones desmedidas y, por que no decirlo, también de maestros egoístas.
De todos modos, la mayor responsabilidad recae en el maestro, ya que si bien el alumno se debe dar cuenta cuándo ha aprendido "todo", es el docente quien tiene la obligación de reconocer que existe una paridad en el conocimiento --o que ha sido superado-- y empezar a entender que está ante un par. Esto evita rupturas tempranas o relaciones que, por prolongadas, resultan desgastantes.
Más allá de lo dicho, lo valioso es cuando pasado el tiempo el discípulo preserva intacta su gratitud hacia el maestro, independientemente de lo alto que puedan haber llegado uno u otro en su carrera.
"Heti" Biancardi, mi maestro de Clínica, el tiempo ha pasado, pero mi reconocimiento hacia vos perdura.
En mi caso, el doctor Biancardi fue quien me guió en los primeros pasos en la profesión, pero la irrupción del sida y mi decisión de volcarme a este campo inexplorado me pusieron en una situación inédita. No reconocía maestros locales y había mucho para aprender. De ahí mi decisión de capacitarme en Europa donde tuve la suerte de encontrar un nuevo maestro, el doctor Vicente Soriano, quien despertó en mí, que ya tenía más de cuarenta años, la incomparable sensación de volver a ser discípulo.
Cada vez que nos encontramos renuevo mi admiración y agradecimiento, pero más que nada la actitud generosa de seguir motivándome a buscar nuevas metas.
"Siempre tan agradecido tú", dice él con tono circunspecto. Como para no serlo, Vicente