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Lula y Roca

* Por Rolando Hanglin. El presidente del Brasil, don Luis Ignacio da Silva, conocido como Lula, está a punto de dejar el poder. Se aleja de la política después de mucho bregar, con una opinión favorable del 80 por ciento. Sacó a 30 millones de compatriotas de la pobreza y los instaló en la clase media.

El presidente del Brasil, don Luis Ignacio da Silva, conocido como Lula, está a punto de dejar el poder. Se aleja de la política después de mucho bregar, con una opinión favorable del 80 por ciento. Ha realizado una gestión brillante. Sacó a 30 millones de compatriotas de la pobreza y los instaló en la clase media. Colocó a Brasil como octava potencia económica, desplazando a España, Se consolidó como pivote del bloque del futuro, denominado BRIC: Brasil, Rusia, India, China. Su nación es referente de América Latina. Aspira a una butaca en el Consejo de Seguridad de la ONU. Será anfitriona de los próximos Juegos Olímpicos y el Mundial de Fútbol.

Hombre de izquierda en un partido de izquierda, ex-obrero metalúrgico, Lula ha motivado la siguiente exclamación del presidente Barack Obama: " ¡Oh, I love that guy! ". (Oh, me encanta ese tipo). Curiosamente, en este ciclo, Brasil no se destacó por sus dos especialidades corrientes: ni el fútbol ni el carnaval. El mundo no aplaude al Brasil de la pelota y la pandereta, sino a una nación potente, ambiciosa y seria.

En estas condiciones, Lula -que sin dudas tiene instinto de político- ha de sentir una voz interior, que le dice: "Quedate tranquilo, sin movimientos bruscos. Sólo se trata de hacer la plancha hasta el final de tu mandato. Tu obra ha concluido y vas camino del bronce. El país tiene grandes problemas pendientes. Es una nación gigantesca con problemas aún más gigantescos. No te metas en líos. Dejá que los resuelva Dilma Rouseff, si puede".

Por algún motivo, Lula ha ignorado sus instintos de político. Siguiendo los pasos de un Planeamiento Nacional (no pertenece a ningún partido, sino al Estado y pueblo brasileño) ha iniciado nada menos que una guerra interior. Con tanques blindados de la Marina, vehículos militares, asistencia de tropas especiales y una policía armada hasta los dientes. Se trata de las unidades de pacificación de las favelas. Estas fuerzas siguen el proverbio latino: "Si vis pacem, para bellum" . Si quieres la paz, prepara la guerra. Para lograr que los favelados vivan en paz su condición de obreros, changarines, mucamas, prostitutas, choferes, las unidades pacificadoras de Brasil entran a sangre y fuego en las villas. Barren a los narcotraficantes armados que, a las órdenes del Comando Vermelho, el Terceiro Comando Puro y el Amigos dos Amigos, se habían convertido en el verdadero poder oficial dentro de las cárceles y las favelas, sobre todo en Río y San Pablo. Medio país.

Lula decidió gobernar el país entero, sin territorios usurpados, y se puso al frente de una nación democrática, pero no blanda. Ya hay 50 muertos.

Muchos afirman que, en esta guerra interior, mueren inocentes. Las balas perdidas, la falta de uniforme, los tiroteos en la calle, la huida desordenada de los narcos que, furiosos, incendian autos y casas, matan civiles, invaden nuevas barriadas. ¡Claro que mueren inocentes! Pero muchos más mueren cuando se permite que los delincuentes hagan lo que les da la gana.

Lula puso el cuerpo, y puso la cara, en lugar de patear la pelota afuera. Tal vez logre solucionar el gran problema de inseguridad que padece Brasil, antes de que se convierta en el drama que, a su tiempo, sufrió Colombia, y hoy padece México. Una guerrilla degenerada que se ha asociado con el poderoso narcotráfico para constituir, entre los dos, una industria armada, que no trepida en cometer los crímenes más horribles. En el final de la fiesta, ya se olvidan hasta los pretextos ideológicos. "Esto es un negocio y te toca colaborar o morir. La decisión es...¡Ahora!".

Lula abandonó la estrategia defensiva que consistía, básicamente, en apostar gendarmes y Policía Militar en los barrios de Leblon, Ipanema, Tijuca y la isla de Guarujá. En fin, donde quiera que fueran los turistas y la gente bien. Lula (con todo el Brasil) decidió atacar a los delincuentes en sus guaridas. Ir a buscarlos, sacarlos de su madriguera con familia y todo. Hacerles sentir, también a ellos, el fuego de la bala y la tenaza del miedo. Lo está intentando. Es muy duro.

Hace más de un siglo, un gobernante argentino hizo lo mismo. El presidente Nicolás Avellaneda se encontraba con un país partido en dos. La República sólo tenía "imperium" (dominio efectivo) sobre un territorio que terminaba en las orillas del Río Salado. Al sur de Córdoba, San Luis, Mendoza, Buenos Aires y La Pampa, se dibujaba la terrorífica frontera y comenzaba el "territorio indio", abarcando la mitad del país. Los pueblos como Salto, Rojas, Arrecifes, Bahía Blanca, Río Cuarto, eran saqueados, los hombres degollados, las mujeres secuestradas, los niños raptados y las haciendas arriadas hacia la Cordillera por el Camino de los Chilenos, una gran rastrillada que conducía desde Buenos Aires hasta los Andes. Por allí se iban miles de cabezas de ganado, que luego serían vendidas, muy baratas, en Chile.

El proceso comenzó alrededor de 1780 y se intensificó a partir de 1810: populosas indiadas de Chile abandonaron su patria, expulsadas por la guerra de la Independencia, en la cual habían elegido el bando realista. Invadieron, pues, los valles cordilleranos y la Pampa, donde encontraron buen clima, campo abierto, vacunos y yeguarizos sin dueño para alimentarse, y fueron ocupando nuevos territorios en las provincias argentinas.

La invasión de Juan Calfucurá (guerrero chileno que, en 1833, pasa a degüello a todos los jefes vorogas de Salinas Grandes, empezando por los caciques mayores Rondeau y Alón; allí se declara enviado de Dios, descabeza y somete a una etnia argentina de procedencia araucana) inicia una nueva etapa, conocida por los historiadores como la Araucanización de la Pampa. El idioma araucano, o mapu-dungun, reemplaza a las lenguas tehuelches y, desde entonces, todos nuestros patronímicos están en mapuche: desde Lihuel-Calel hasta Cutral -Có, desde Choele- Choel hasta Chapadmalal. Se forman confederaciones indígenas lideradas por el "cona" (guerrero araucano) de una resuelta mentalidad militar.

Llega la época de los pactos. Los gobiernos de Buenos Aires, Paraná, Córdoba y Mendoza procuran "ajustar las paces" con los caciques, para evitar malones. Estos pactos están escritos, firmados y archivados en numerosas bibliotecas. Por lo general, se confiere al cacique el grado de coronel, con sueldo y uniforme. A sus caciquillos o capitanejos se les otorga grado y sueldo de sargento mayor. A los guerreros principales, sueldo de soldado. A la tribu entera, una ración anual de 500 vacas, 500 yeguarizos, tabaco, aceite, yerba, azúcar, ginebra, abalorios y mantas. Todo será distribuido por el jefe, oportunamente. Algo que se parece mucho a un soborno de apaciguamiento.
El mensaje es: "No invadan, no roben, no maten: aquí está el botín por adelantado". El sistema recuerda, en cierto modo, a los actuales Planes Trabajar: cobrar para no trabajar. En aquella época, no dejaba de ser un buen negocio, si entendemos que el supuesto "trabajo" consistía en cometer delitos.

Estos pactos no bastan para evitar los malones, pues una vez producidas las invasiones con su secuela de degüellos, secuestro de cautivas, hacienda robada y casas incendiadas, los caciques aseguran que "los de la maloca han sido unos indios pícaros, pero no indios míos, sino de Sayhueque... o de Yanquetruz". Por su parte, los blancos también violan, minuciosamente, estos tratados, porque su apetito de territorios es insaciable.

Aquí se presentaba, pues, el problema de la soberanía sobre la tierra, entre la Argentina, por un lado, y la Confederación Indígena, al mando de Calfucurá, por el otro. Los indios ocupaban -a su manera- provincias enteras. En efecto, una vez que habían agotado la fauna de un lugar, léase baguales, vizcachas, peludos, avestruces, guanacos, venados, patos y liebres, o se producía una sequía larga, levantaban el toldo y se marchaban a pagos más favorables. Esto se repetía una y otra vez. Los pampas de aquel entonces no sembraban, no cosechaban, no se radicaban. No construían casas. Toda la tierra era su coto de caza y feudo a defender.

La Pampa - Patagonia se militariza, entonces, ocupada por una fusión de pueblos y razas. Los araucanos de Chile dejan atrás la "ruca" de piedra y adoptan el toldo de cuero, más adecuado para un pueblo nómade, de hábitos guerreros. Capturan el caballo que habían dejado los españoles, vagando en grandes tropillas por el campo, y ya no andan a pata: se convierten en habilísimos jinetes, luego inigualables lanceros de guerra. Arrean miles de vacunos, que no comen sino comercian, pues su alimento básico es la carne de yegua, de sabor semejante al guanaco ancestral. Muchos blancos exilados por las guerras civiles, tehuelches dispersos, mestizos de la pre-cordillera y los llanos, se integran a estos ejércitos. Que, en ocasiones, se parecen más bien a partidas de salteadores. El nuevo Napoleón de las Pampas se llama Juan Calfucurá, y ostenta en su sello el grado de general, con sede en Salinas Grandes. (Dicho sello oficial se conserva en el archivo de Pedro de Angelis).

El presidente Avellaneda se encontraba, pues, ante el germen de un nuevo estado no-argentino y no-chileno, que carecía de actividad productiva. Su trabajo era la guerra de pillaje, conocida como malón. Siempre alternada con el secuestro extorsivo: las mujeres blancas en edad sexual eran raptadas y usadas como hembras o moneda de cambio, mientras que las viejas eran lanceadas junto a los hombres, los viejos y los remisos. La palabra "lancear" suena elegante, pero consiste en lo siguiente: atravesar con una caña, rematada en punta de hierro, desde el caballo o echando pata al suelo, a un ser indefenso, que era ensartado una y otra vez hasta morir. Los maloqueros no tenían ningún interés en perpetuar su raza, su cultura o su modo de vida, puesto que ansiaban reproducirse con mujeres cristianas. Frecuentemente, incorporaban a sus familias hijos blancos, robados de las casas, que eran señalados con orgullo, Por otra parte, al adoptar la vaca como moneda comercial, el caballo como medio de transporte o alimento autoportante, y el acero de sus chuzas en la punta de las tacuaras, los indios asimilaron lo más útil de la tecnología europea. Fueron un fenómeno mestizo y criollo. No aborigen.

Todo esto no es un argumento moral, que no tendría lugar en el terreno histórico: los españoles buscaban en América el oro y la plata, no la gloria de Dios. Los argentinos conquistaron en la Pampa - Patagonia su espacio vital para sobrevivir como nación democrática y enriquecerse como república, a la europea. No pudieron, o no supieron, hacer otra cosa que matar o morir. Por otra parte, es lo que han hecho todas las culturas, desde los hebreos hasta los incas. El Ejército Argentino consumó, en el Desierto, las mismas atrocidades que reprochaba a los caciques, y utilizó, como cualquier otro ejército, la recompensa del botín, valioso estímulo para pobres soldados semidesnudos que se jugaban el pellejo. ¿Cuál era el botín? Una china joven y servicial para entibiar el catre del milico, un poncho lujoso, unos objetos de platería mapuche.

El caso es que Avellaneda designó a Adolfo Alsina como su ministro de Guerra. En 1876, Alsina encargó una zanja de 500 kilómetros al ingeniero francés Alfredo Ebelot, y este la construyó con grandes costos y pesares, rodeando la zona agrícola aledaña a Buenos Aires, para que los indios no pudieran llevarse las haciendas hacia Chile, después de violar mujeres y degollar paisanos. Fue una táctica defensiva, que funcionó a medias. Pero desgastó a la indiada.

Al morir Alsina, fue designado Julio Argentino Roca, un general tucumano que había ganado su grado en el campo de batalla, a los 30 años. En 1879, este hombre pasó, por fin, a la ofensiva, con sus cinco ejércitos: una barrida mortal de la Pampa - Patagonia, con la consigna de arrojar a los "salvajes" a la cordillera. La idea no era exterminar a los indios, sino ocupar el Desierto. Ofrecerles una vida de trabajo, respetando la propiedad privada, la igualdad ante las leyes y la autoridad democrática. Obvio: fue una oferta a cañonazos, desde el caballo y con el remington amartillado.

No es casualidad que, después de esta rotunda demostración de poder militar, Chile haya reconocido por fin, en 1881, los derechos argentinos sobre la Patagonia. Con una potencia marítima del porte de Gran Bretaña, navegando cerca y observando atentamente la zona, quién sabe lo que hubiera sucedido en esas latitudes, a no ser por la energía de Roca. Tal vez, la Patagonia entera habría sufrido el mismo destino de las Islas Malvinas. Con un gobierno títere de supuesta filiación mapuche. Como el que todavía se alienta desde el Mapuce International Link, domiciliado en Bristol, Gran Bretaña.

En los ejércitos de Roca, como en los de Juan Manuel de Rosas, Facundo Quiroga, el Fraile José Félix Aldao y otros militares argentinos que combatieron al malón, se alistaron numerosos batallones de Indios Amigos, entre los cuales descollaron los caciques Coliqueo, Catriel y Painé. No se les pagó bien: esa es otra injusticia y otra historia. Después de la campaña victoriosa de 1979, nadie pensó en los indios como ciudadanos argentinos, sino como una rémora que debía "extinguirse dulcemente" (sic) mientras se olvidaban sus costumbres, su lengua y hasta el oscuro tono de su piel.

Recuérdese que Roca fue comisionado por el Congreso de la Nación para realizar aquella guerra interior, en procura de la integridad territorial, sin dejar feudos francos para los delitos contra la propiedad, igual a lo que ahora está haciendo Lula. La Campaña se financió por subscripción pública, y terminó en una fabulosa repartija de hectáreas que hizo exclamar al comandante Prado, autor de La Guerra al Malón: "Para contemplar este festín de especuladores, prestamistas y terratenientes, cuando todavía blanquean la tierra los huesos de los pobres milicos, mejor le hubiéramos dejado el campo libre a Valentín Sayhueque". El caso es que así nació la Argentina de las vacas y el trigo.

Roca logró salir de la defensiva y pasar al ataque: buscar a los criminales (eso eran los pampas para la mentalidad de la época) en sus refugios y terminar con la extorsión. Acabar con los pactos inmorales o acuerdos de maffias, que en nuestra historia han perdurado con el nombre de "pactos pampas".Es decir: intercambio extorsivo de bienes robados.

Gracias a la Conquista del Desierto, Julio Roca ganó una inmensa popularidad y fue elegido presidente de la Nación. Es el mandatario récord de la historia democrática, ya que fue votado dos veces, gobernando un total de 12 años, más que Perón y Menem. Para lograrlo, no necesitó modificar la Constitución. Sus hermanos Ataliva Roca y Rudecindo Roca, también héroes de la Conquista como Villegas, Vintter y Rauch, son recordados hoy, dando nombre a muchas calles, en las ricas ciudades del complejo agroindustrial pampeano, donde se cosechan millones de toneladas de soja, maíz, trigo y girasol.

El Presidente Roca estableció la Ley 1420, junto con Sarmiento, que entonces dirigía el Consejo Nacional de Educación: enseñanza universal, gratuita y laica para todos los niños, fueran hijos de indios, criollos o gringos. La Argentina fue el primer país del mundo en erradicar el analfabetismo, como recuerda muy oportunamente Mario Vargas Llosa. En lo sucesivo, todos fueron ciudadanos argentinos, sin títulos de nobleza, privilegios clericales, cacicazgos ni dominios feudales. Y fue, precisamente, por eso que millones de inmigrantes se afincaron en la Argentina, un reducto de orden, ley, igualdad y prosperidad. Roca creó el Registro Civil, otorgando al Estado Argentino el dominio sobre matrimonios, nacimientos y muertes, hasta entonces exclusivo de la Iglesia. Hubo un entredicho con el Vaticano, de resultas del cual Roca expulsó al influyente Nuncio Apostólico, Monseñor Mattera. Ese era el temperamento de la Argentina del Centenario.

Se inició con Roca un ciclo de progreso material alucinante: al cabo del período 1880-1930, la Argentina estaba entre las ocho naciones más ricas y promisorias del mundo. Como Brasil, ahora.

Esta es la foja de servicios de Julio Argentino Roca, un protagonista de la historia (no digamos prócer) que valdría la pena estudiar en el colegio. Personalmente, encuentro algunas semejanzas con el perfil de Lula da Silva.

Nota del autor: Si el lector lee, en alguna parte, furiosas desmentidas contra lo que aquí se relata, recuerde que la furia siempre es proporcional a la mendacidad del desmentidor. ¡No les crea! Tampoco me crea a mí. Busqué los libros, donde casi siempre está la verdad. Por ejemplo, La Conquista del Desierto , edición de la Academia Nacional de la Historia (2009) por Juan José Cresto, presidente de la Academia, y otros miembros de la misma. Existe una copiosa bibliografía con la firma de Estanislao Zeballos, el RP Meinrado Hux y también Jorge Rojas Lagarde, autor de Malones y Comercio de Hacienda con Chile. Deseo dedicar este sencillo artículo a los herederos de los bravos caciques argentinos, que han sobrevivido a esta historia tremenda: los Coliqueo, los Rodríguez Saa (descendientes del cacique ranquel Lanza Seca) los Epumer (tataranietos del gran jefe Epu-Gnerr, "Dos Zorros", hijo de Painé y hermano de Mariano Rosas) los numerosos Namuncurá, los Nahuelpán, y muchos otros exponentes de un auténtico linaje de la tierra. Evoco también a mis paisanos irlandeses, escoceses y galeses, que llenaron la Pampa de ovejas y dejaron su nombre a mil pueblos, ciudades, estaciones de tren y viejas familias argentinas: O´Donnell, O´Gorman, O´Brien, O´Malley, Donovan, Sullivan, Cavanagh, MacKinlay, MacAllister, MacIntach, Morgan, Lynch, Gahan, Borne, Brond, Ruddock, Roberts, Fahy, Moran, Hotton, Hughes, Casey, Peters, Campbell, Kelly, Brandsen, Cooke, Foulkes, Shanahan, Maguire, Magrane, Brown, Hudson, Carruthers, Wallace, Wilde, y otros mil gringos. Brindo con ellos, por un trabajo bien hecho.