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Luctuoso laboratorio

*Por Carlos Pagni. La profecía que Aníbal Fernández pronunció delante de Mauricio Macri la madrugada de anteayer -"si mandamos la Gendarmería habrá 50 muertos"- no se cumplió. Gendarmes y prefectos consiguieron una razonable pacificación en el parque Indoamericano.

Así y todo, anoche se produjeron nuevos incidentes: vecinos de los monoblocks de la zona agredieron al grupo Albatros, que contestó con gases lacrimógenos. Como los habitantes de la villa vecina, los revoltosos son gente humilde que no quiere vivir frente a una toldería. La ciencia lo enseña desde antiguo: el odio social es más severo allí donde las clases se rozan.

Soldati tarda en volver a la tranquilidad. Cuando lo haga, habrá que resolver un nuevo problema: cómo retirar de allí a las fuerzas de seguridad. Es decir, cómo terminar con la crisis. El Gobierno nacional y el de la ciudad tampoco coinciden para responder ese interrogante. La discusión se inició durante la última entrevista entre ambas administraciones y todavía no terminó. El jefe de Gabinete aconseja conceder a quienes participan del asentamiento las casas que demandan. La municipalidad las construiría sobre terrenos provistos por la Nación. Macri se niega, porque cree que así se estaría indicando que, para obtener una vivienda, basta con instalarse por la fuerza en cualquier espacio libre. Fernández cree que ese riesgo se conjura explicando que lo de Soldati ha sido excepcional, ya que allí hubo muertes. ¿Habrá que salir a matar gente para conseguir una casa?

Sería injusto y superficial detenerse en las lucubraciones institucionales del jefe de Gabinete. Soldati es el luctuoso laboratorio en el que la dirigencia argentina debe dar respuesta a uno de los problemas que más sobresalen en la vida pública desde que se desató la crisis de 2001: la creencia de que la acción directa es el método más eficiente para satisfacer las demandas sociales. El asentamiento en el Indoamericano pertenece a la familia de comportamientos de los cacerolazos urbanos, los cortes de ruta rurales, la obstrucción del puente de Gualeguaychú, las tomas de los colegios porteños y los bloqueos de los camioneros a las empresas proveedoras de carga. No es por azar que el sindicalista más poderoso del país sea alguien capacitado para descontrolar la calle.

Esta deformación no es nueva. A través de ella, se filtra la tradicional inclinación argentina por las soluciones "de facto". El Gobierno es un exponente de esa cultura. Desde que llegó al poder confió en alcanzar sus objetivos sometiendo a presiones extorsivas a gobernadores, intendentes, legisladores, empresarios, sindicalistas, jueces o medios de comunicación. Los intrusos de Soldati son discípulos de ese magisterio. Por eso la idea de removerlos con un plan de viviendas comenzó a generar inquietud entre los gobernadores e intendentes, que temen una moda extendida a sus distritos.

Soldati muestra también que la clase política sigue herida en su legitimidad por la pulverización de los partidos, el vaciamiento conceptual y la corrupción. No hace falta que alguien repita "que se vayan todos" para advertir que la brecha entre representantes y representados no se ha cerrado al cabo de una década. Más que los pruritos ideológicos, es en esa separación en la que anida la falta de autoridad que impide poner orden.

Este divorcio mostró en el parque Indoamericano su expresión más desencajada. En el Gobierno creen que el copamiento lo planificó Eduardo Duhalde, como antes había orquestado el crimen de Mariano Ferreyra. Y en el macrismo creen que fue el Gobierno, sobre todo por la conexión entre Alejandro Salvatierra, líder de los intrusos, y el kirchnerismo porteño de Francisco Nenna.

Sería de desear que el vandalismo de Soldati fuera el resultado de una acción organizada. Que los barrabravas que actuaron en la batahola reportaran a algún puntero, y éste, a algún político más o menos conocido. En tal caso, el sistema establecido sería capaz de devolver el orden a la zona. Pero las evidencias dicen lo contrario: el universo en el que se produjo la convulsión está cada vez más alejado de las organizaciones políticas formales y se rige por sus propios alineamientos. Sergio Schoklender puso en evidencia esa distancia, ya que al pedir la represión policial demostró que las amenazas venían desde un más allá del orden convencional.

La reacción de Cristina Kirchner desnudó que sus decisiones están rodeadas de un nivel muy bajo de información. El retiro de la Policía Federal supuso que las muertes del miércoles se debieron a disparos de esa fuerza. Esa idea es, a la luz de los datos vigentes, errónea. Es verdad que aquella tarde hubo dos asesinatos en la villa lindera al parque. También es verdad que la televisión mostró a agentes de la Federal pegándoles a algunos intrusos que acababan de ser desalojados. Pero, hasta donde se sabe, aquellas muertes no tienen conexión alguna con estas escenas. Macri se lo dijo a Aníbal Fernández el sábado a la madrugada: "Tuve que defender a tu policía porque no te animás a hacerlo vos". Fernández guardó silencio.

La atribución de ambos crímenes a la Federal derivó en la creación del Ministerio de Seguridad. Era una idea que Néstor Kirchner venía estudiando desde tres meses antes de morir. La novedad es que allí se haya designado a Nilda Garré. La ministra ha sido caricaturizada por un sector de la derecha argentina como la versión indiana de Rosa de Luxemburgo, descripción que esta ex colaboradora de Vicente Saadi desmintió muchas veces a lo largo de su vida. Aún así, la liturgia elegida por la Presidenta para anunciar su designación hace pensar que Garré iniciará una reforma policial inspirada en los criterios de las organizaciones de derechos humanos. La seguridad interior pasaría a estar, entonces, bajo la influencia que ya ejercieron el Centro de Estudios Legales y Sociales y su líder, Horacio Verbitsky, sobre el Ministerio de Defensa. De Garré quizá se espere que reanude una historia que fue puesta en pausa cuando Esteban Righi -ministro del Interior de Héctor Cámpora y procurador general de la Nación de los Kirchner- finalizó su famoso discurso del Departamento Central de Policía el 5 de junio de 1973. En aquella pieza canónica del garantismo se sostenía, primero, que el delito es menos imputable al delincuente que al fracaso de un sistema que lo lleva a delinquir, y, segundo, que para reducir la inseguridad lo primero que deben desterrarse son las prácticas aberrantes de la policía.

Tal vez Garré piense también que la mejor manera de combatir el delito es la purificación del instrumento con que se lleva adelante ese combate. En el extremo, el mensaje subliminal es que hay que tener más miedo de la policía que de los criminales. En tal caso, la Presidenta llevaría a la Federal las purgas de personal que su ministra aplicó en las Fuerzas Armadas. La estrategia de Carlos Arslanian con la bonaerense podría servir de ejemplo, por sus pretensiones y por sus resultados.

La designación de Garré es desafiante no sólo por su sesgo ideológico, sino porque desata una sorda disputa en el Gabinete. Para Aníbal Fernández era inimaginable una noticia peor: perdió el control de su feudo, la policía, a manos de su peor enemiga interna. Esta rivalidad tiene historia. En noviembre de 2007, Garré pasó a retiro al jefe de Inteligencia del Ejército, general Osvaldo Montero, porque lo descubrió conspirando para que Fernández la desplazara del Ministerio de Defensa. El trabajo del entonces ministro del Interior sobre las Fuerzas Armadas era llevado adelante, entre otros, por el ex espía Iván Velásquez, acusado de realizar tareas de espionaje sobre jueces, funcionarios, periodistas, políticos y artistas. La designación de Garré parece ser, tres años después, el vuelto de aquella defenestración frustrada. Fernández, como Julio Alak, el ministro de Justicia y Seguridad, se enteró de las novedades al escuchar el anuncio.

Garré pudo abortar aquel avance de Fernández sobre su cartera gracias a sus antiquísimos vínculos con la Secretaría de Inteligencia (SI). Su principal aliado dentro de esa organización es el actual director de Reunión Interior, Fernando Pocino. Este funcionario -al que el diario Perfil caracterizó, después de fotografiarlo, como el principal autor de seguimientos contra la dirigencia opositora- está enfrentado con el máximo responsable de la inteligencia kirchnerista, Francisco Larcher. La discordia se desató a raíz de una publicación que anunciaba la designación de Garré al frente de la SI.

¿El motivo? La Presidente habría consultado a la ministra sobre cómo mejorar la imagen de esa secretaría. Larcher atribuyó la filtración al amigo de Garré. Hubo griterío, y una sanción: a Pocino le fue vedada la entrada al edificio central de la SI, por lo que debió encerrarse en otra sede, de la calle Billinghurst. Anoche Pocino recorría el Indoamericano, envuelto en los gases lacrimógenos de la Prefectura. ¿Lo mandó Larcher o comenzó a trabajar para su amiga?

La promoción de Garré hace pensar a muchos que, después de la policía, las reformas que se iniciaron en Defensa llegarán al espionaje. La interna está desatada, y Cristina Kirchner podría conseguir un prodigio que hasta ahora sólo había alcanzado Macri al crear la Metropolitana: aliar a policías y espías en una misma resistencia.