Los secretos guardados por el juez Oyarbide
*Por Joaquín Morales Solá. Norberto Oyarbide es un juez paradójico. Le pidió un informe a la Auditoría General de la Nación sobre el caso de la Fundación de las Madres de Plaza de Mayo (que anunció, teatral, ante los periodistas), pero les negó a los auditores la documentación pretextando el secreto del sumario.
El juez se ha convertido en la única persona de la República con acceso irrestricto a la causa penal más resonante de los últimos tiempos. Dispone la incautación de papeles cruciales, pero luego se encierra solo con esos documentos; nadie sabe qué hace con ellos o si alguien, que no es él, se encarga de arreglar el expediente para mejorar la situación de los involucrados.
No deja de ser extravagante que un juez tan cuestionado y polémico haya monopolizado una documentación extremadamente importante, que podría contener graves elementos acusatorios. También la comisión parlamentaria bicameral, de la que depende la Auditoría, le reclamó a ésta un trabajo parecido. Pero la Auditoría no pudo avanzar más allá del reclamo al juez para que le trasladara copia de la documentación. Siempre chocó con la misma respuesta: Oyarbide se manifestó impedido de hacerlo por el secreto del sumario, que él mismo dispuso y prorrogó desde hace casi cuatro meses.
La Auditoría, que es un organismo constitucional, debería investigar de dónde y cómo salió el dinero del Estado, hacia qué caja fue a parar, cómo se distribuyeron esos recursos y en qué estado están las obras comprometidas. Las respuestas a todas esas preguntas están en poder de Oyarbide, pero éste traslada el expediente permanentemente del horno a la heladera y de la heladera al horno. En ese contexto de dilaciones y secretismos, la posición de Hermes Binner y de sus seguidores fue casi lírica: el caso está en manos de la Justicia, dijeron, y el Congreso no debió interferir con su citación a Sergio Schoklender. La teoría sería perfecta si el juez fuera Baltasar Garzón y no Oyarbide.
La declaración de Schoklender ante las comisiones parlamentarias se justificó por una sola razón: no es lo mismo hacer resonantes denuncias ante los periodistas que formularlas ante funcionarios públicos, que es lo que son los diputados. Los funcionarios tienen la obligación legal de denunciar ante la Justicia cualquier delito contra la administración del que tengan conocimiento.
Las palabras de Schoklender ante los diputados describieron una vasta trama delictual. ¿Ciertas? ¿Falsas? El personaje es contradictorio. Exhibiéndose como un extorsionador en operaciones, suele acompañar sus aseveraciones, sin embargo, con documentación probatoria. Schoklender está muy lejos de cualquier definición de una buena persona, pero sus denuncias son demasiado serias como para olvidarlas. Es la lógica que primó ante los diputados opositores: la presencia de Schoklender en el Congreso serviría, al menos, para presionar a Oyarbide.
Los secretos guardados por Oyarbide podrían complementarse con las divulgaciones de Schoklender. El parricida, como ahora lo llama Bonafini después de haberlo adoptado de hecho como hijo, describió un cuadro más serio que el que apareció a primera vista. Al principio, pareció denunciar a una ONG que recibía una caudalosa contribución del Estado sin muchos controles. En el Congreso mostró, en cambio, a una fundación que actúa como una extensión del Estado o que directamente es el Estado con otro nombre.
La Fundación actúa con la enorme dosis de la discrecionalidad que el kirchenrismo les impuso a las contrataciones del Estado. Es, por ejemplo, adjudicataria sin licitación de obras estatales, porque es una ONG, pero ésta, a su vez, adjudica las obras y las compras también sin licitación o sin siquiera comparar precios. El desorden se adueñó, entonces, de dineros del Estado estimados en más de 1200 millones de pesos.
La administración kirchnerista resolvió en algún momento de su gestión la unificación de la caja que proveía de fondos a la fundación de Bonafini. Antes, esa fundación recibía dinero de distintas dependencias del Estado para financiar la universidad, la radio o la edición de libros. El cobro era farragoso y lento. El Gobierno decidió que era mejor que todos los recursos que iban a las Madres salieran de una sola caja, y eligió a la Secretaría de Obras Públicas. Los recursos de las viviendas debieron desviarse, entonces, para financiar los otros proyectos, lícitos o ilícitos.
Sueños Compartidos, tal el nombre del programa de construcción de viviendas, terminó pagando los escraches públicos del kirchnerismo a jueces y periodistas; los manipulados juicios éticos de la Plaza de Mayo contra cualquier enemigo del Gobierno; las movilizaciones de adeptos a los actos del oficialismo; los afiches propagandísticos del kirchnerismo y los sobresueldos de algunos funcionarios.
El kirchnerismo había elegido el escaparate de las Madres de Plaza de Mayo, una entidad supuestamente intocable, para la venganza política o también para el desvío de recursos estatales presupuestados para otra cosa. El fiscal Jorge Di Lello no encontró pruebas sobre una sola denuncia de Schoklender, pero mucho antes, en el principio de todo, Di Lello apartó a las Madres de cualquier requisitoria penal por su "prestigio nacional e internacional". Un fiscal convertido en un juez pasional y parcial.
La Fundación tampoco careció de la arbitrariedad tan propia del kirchnerismo. Planes de viviendas de las Madres iban sólo a las provincias y a los municipios de probada lealtad a los que mandan. La Fundación de las Madres fue también una especie de brazo ejecutor de esa política que mezcla los derechos humanos, los servicios de inteligencia y la revancha política.
La saga no cesa. Bonafini llegó a decir que los diputados que habían recibido a Schoklender eran sólo los que estaban de acuerdo con los crímenes de la dictadura. No es cierto en ningún caso, pero es patético atribuirle esas ideas al radical Ricardo Gil Lavedra. Gil Lavedra fue uno de los jueces de la Cámara Federal que juzgó a las juntas militares en tiempos en que esos jueces tenían un revólver en la cabeza.
Usted es un ladrón , cuenta Bonafini que le gritó al secretario de Obras Públicas, José López, delante de Cristina Kirchner mucho antes de que estallara el escándalo. Algo sucedió luego, porque hay testigos que aseguran que una brisa de alegría se colaba en la Fundación cuando se percibía a López y a su subsecretario, Abel Fatala, sentados en el café de la Fundación o dentro de oficinas habilitadas para ellos. Sabíamos entonces que el dinero se giraría de inmediato , relatan. Bonafini y Schoklender compartían en aquellos tiempos el rechazo a López, que Schoklender sigue profesando. Bonafini se calló después, en cambio, sobre el controvertido secretario de Obras Públicas.
El oficialismo ordenó un silencio total sobre el caso, salvo una breve irrupción de Julio De Vido. Sólo los servicios de inteligencia oficiales parecen actuar sobre políticos opositores y periodistas que siguen el caso. La información reservada para los gobernantes es actualizada a cada hora. La propia presidenta continúa con su rutina política. Esto es: buenas ondas y mejores mensajes cuando nada la trastorna. Bronca y denuncia cuando la roza una adversidad.
El caso de Macri fue emblemático. Venían bien hasta que sucedió la tragedia ferroviaria de Flores. El líder porteño habló de que había sido consecuencia del "despilfarro de décadas" ( sic ), pero fue suficiente para que Cristina Kirchner ordenara desde París, personalmente, la abrupta ruptura de la tregua. Empezó De Vido con la ofensiva contra Macri y terminó Aníbal Fernández. Es el kirchnerismo de manual. El mismo manual que pasó del Estado a una Fundación con antiguas glorias, hasta que la Fundación se convirtió en una sucursal del Estado..