Los riesgos del poder absoluto
En vísperas de una nueva etapa institucional, es necesario abogar por el irrestricto respeto a la división de poderes.
En los próximos días, se iniciará una nueva etapa política, con el comienzo del segundo mandato consecutivo de la presidente Cristina Fernández de Kirchner y con la renovación de ambos cuerpos legislativos. Nadie puede discutir la contundencia de un resultado electoral por el cual el 54% de los votantes depositó en la actual jefa del Estado su confianza. Tampoco el hecho de que ese aval se haya extendido al ámbito parlamentario, donde el oficialismo contará con virtual mayoría en el Senado y la Cámara de Diputados de la Nación. Sin embargo, resulta perfectamente legítimo expresar inquietudes sobre los peligros de avanzar hacia un poder absoluto.
El nacimiento del constitucionalismo moderno desde fines del siglo XVII estuvo dirigido a evitar la concentración del poder absoluto en manos de una persona y a erigir a la ciudadanía como única fuente de legitimidad del poder estatal.
Tanto el principio sobre la división de los poderes como la idea acerca de la necesidad de contar con contrapesos y equilibrios entre los distintos poderes apuntan a preservar la libertad y la seguridad del hombre frente al ejercicio arbitrario de facultades gubernamentales sin límites ni controles.
La ley como fruto de la voluntad general, el Estado de Derecho como marco de la acción del Gobierno y el control de la constitucionalidad de los actos de los otros poderes por parte de una Justicia independiente e imparcial, constituyen sin duda los presupuestos sobre los que se han desarrollado las democracias constitucionales más exitosas.
Los claros resultados en favor del kirchnerismo no deberían despertar ninguna alarma en un país con un Estado de Derecho sólido e instituciones respetuosas de la Constitución. En un sistema presidencial puede ser eficiente que el Poder Ejecutivo cuente con un respaldo importante para poder llevar adelante sus programas de gobierno, sabiendo que no encontrará mayores obstáculos en el Congreso para aprobar sus distintas iniciativas. Se entiende, no obstante, que aún edificado sobre las mayorías del partido de gobierno, el Congreso debiera controlar y debatir las propuestas del Ejecutivo, escuchando a las minorías y respetando sus derechos. En última instancia, será el Poder Judicial el que deberá restablecer siempre el imperio de la Constitución respecto de aquellos actos o leyes que se aparten o contradigan sus preceptos.
Pero la práctica constitucional argentina suscita serias preocupaciones. El presidencialismo propio de nuestro país personaliza y concentra de tal modo el ejercicio del poder, que el Congreso ha llegado, inéditamente, a resignar todo control político sobre los actos del Presidente. Se ha esfumado así el deslinde entre la utilización de las competencias legislativas por parte del Congreso y el Ejecutivo, pues este último emplea, a su solo antojo, herramientas de naturaleza excepcional, como son los decretos de necesidad y urgencia y las facultades delegadas, sin que exista una mínima fiscalización del Congreso. Se ha llegado al extremo de que ni siquiera se reúna la comisión bicameral encargada de revisar esos decretos.
Subsiste, asimismo, la declaración de un Estado de emergencia permanente que, junto a un conjunto de normas similares, permite al presidente decidir, unilateral y discrecionalmente, cómo utilizará los dineros públicos. Esto ha distorsionado gravemente el régimen fiscal federal.
A lo expuesto se agrega la poca transparencia de los actos estatales. La inexplicable demora en sancionar una ley de acceso a la información pública imposibilita la rendición de cuentas y el efectivo control ciudadano.
Es de desear que esto se modifique. Que el Congreso recupere sus atribuciones constitucionales naturales; que las acciones gubernamentales se tornen más cristalinas; que se fortalezca el debilitado sistema de partidos; que retorne el diálogo político como herramienta de búsqueda de consensos y de convivencia, y que la República encuentre el sendero hacia un Estado de Derecho más robusto y respetado.
De no ser así, esto es, de persistir la actual situación, la responsabilidad de mantener los equilibrios institucionales, de tutelar los derechos y libertades individuales y la obligación de defender la supremacía de la Constitución de las pretensiones hegemónicas recaerán en el único poder que no depende directamente de las mayorías políticas circunstanciales: el Poder Judicial y, muy especialmente, en la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
La actual integración de la Corte ha sido señalada por el carácter innovador de algunos de sus pronunciamientos en la defensa de derechos y libertades, tanto individuales como colectivos. Sus decisiones han tenido el acierto de marcar rumbos en el ejercicio del control de constitucionalidad. Su presidente, Ricardo Lorenzetti, en numerosas oportunidades ha destacado el papel que cumplen los tribunales en la defensa y preservación de las normas constitucionales, como también la necesidad de resguardar y proteger la independencia e imparcialidad republicana de los jueces respecto del poder político, como presupuesto indispensable para que puedan decidir conforme a derecho los casos que se llevan a su conocimiento.
En las circunstancias actuales, la Corte deberá ser especialmente celosa en el cumplimiento de su misión esencial encomendada por la propia Constitución, evitando que se produzcan excesos o abusos del poder y se caiga, sin posibilidad de solución, en lo que Montesquieu advertía en el siglo XVIII: "Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas?, ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre los particulares".