Los mercados contra el mundo
A los políticos no les gustan para nada los mercados. Los ven como organizaciones conspirativas que, con malevolencia perversa, se dedican a castigar a quienes se niegan a someterse a sus dictados, lo que, afirman, es antidemocrático.
Hace un par de días, el presidente de la Comisión Europea, el portugués José Manuel Durão Barroso, protestó contra el "acoso injustificado" de estas entelequias siniestras a Italia y España que, dijo, tienen todos sus "fundamentos" en orden y, por si eso ya no fuera suficiente, están trabajando con ahínco para reforzarlos todavía más. Comparten su punto de vista Zapatero, Berlusconi, Cameron, Sarkozy y Merkel, además de Obama. Quisieran que los mercados celebraran sus hazañas recientes con alzas pero, por motivos que no llegan a entender, se han puesto, una vez más, a señalar su desaprobación bajando un día tras otro.
Todo sería más sencillo si los malditos mercados realmente fueran organizaciones con una cadena de mando conocida, directivos formales comprometidos con una ideología determinada y reglas comprensibles, pero sucede que son anárquicos por naturaleza. Intervienen directamente o indirectamente millones de personas diseminadas por el planeta que a menudo prestan más atención a rumores que a hechos concretos. Parecería que en la actualidad los operadores más influyentes no son los universalmente denostados neoliberales sino los comunistas chinos que han comprado un sinnúmero de bonos norteamericanos. A los chinos no les convendría una gran depresión occidental, pero tampoco sería de su interés aferrarse a bonos que podrían perder buena parte de su valor.
No hay forma de saber cómo los mercados reaccionarán frente a un dato nuevo, una estadística promisoria o un discurso elocuente. A veces se dejan llevar por la euforia, produciendo burbujas que, para satisfacción primero y, cuando ya es demasiado tarde, indignación de los inversores, adquieren dimensiones descomunales antes de estallar; en otras ocasiones, como la actual, parecen resueltos a suicidarse. Sin que nadie comprenda muy bien por qué, últimamente se han entregado al pánico, huyendo de valores que sospechan contaminados y por lo tanto portadores de la temida enfermedad griega que, según algunos, está propagándose con rapidez no sólo en la periferia europea sino también en Estados Unidos. ¿Qué harán mañana? Nadie lo sabe; si alguien lograra entenderlos, muy pronto se erigiría en la persona más rica de la Tierra.
Desde que hace tres años el sistema financiero internacional se paralizó por algunos días luego de sufrir un ataque cardíaco, los mandatarios de los países opulentos y, con más fervor aún, sus homólogos de los "emergentes", entre ellos la presidenta Cristina, coinciden en que es urgente controlar, regular y disciplinar los mercados para que aprendan a comportarse mejor. Insisten en que hay que subordinarlos a la "economía real", es decir, a la parte que produce cosas tangibles o, al menos, brinda servicios útiles. Pero hasta ahora todos sus intentos en tal sentido han sido en vano. Los mercados, tan escurridizos ellos, no se dejan capturar tan fácilmente por los decididos a domesticarlos.
Tampoco están dispuestos a rendirse los banqueros que según los políticos y una multitud de manifestantes callejeros provocaron los desastres de los años últimos y por lo tanto merecen ser encarcelados o peor. Luego de pasar un mal rato frente a comisiones investigativas parlamentarias cuyos integrantes iracundos los anatematizaron por su "codicia", los banqueros más notorios del hemisferio norte siguieron apropiándose de cantidades fabulosas de dólares, libras y euros.
Pudieron hacerlo porque, con muy pocas excepciones, los políticos entienden que la internacional financiera –a esta altura, hablar de la patria financiera sería anacrónico– les es imprescindible. Se sienten obligados a tolerar sus excesos y manías por miedo a que, desairados, sus jefes más poderosos los abandonaran por completo, emigrando de sus bastiones en Nueva York, Londres y Frankfurt a lugares como Singapur y, tal vez, Shanghai. ¿Exageran los financistas cuando dicen que si se trasladaran a países más hospitalarios las consecuencias para las metrópolis tradicionales serían apocalípticas? Puede que sí, pero los políticos europeos y norteamericanos prefieren no arriesgarse.
Es sin duda natural que tantos políticos, pensadores y otros odien los mercados donde se venden y compran acciones, valores, divisas y "derivados" tan enigmáticamente complicados que en una oportunidad el renombrado multimillonario estadounidense Warren Buffet los llamó "armas financieras de destrucción masiva". Desde hace milenios las actividades de este tipo han sido despreciadas por religiosos, filósofos, guerreros y otros que las han descalificado por parasitarias para después, convencidos de su propia rectitud, exiliar, encarcelar, torturar o matar a quienes las habían practicado. Huelga decir que tales esfuerzos nunca contribuyeron a mejorar el estado de la "economía real" local. Antes bien, sirvieron para confirmar, de forma truculenta, que las finanzas son tan necesarias para el conjunto como lo son las partes menos admiradas del cuerpo humano para los interesados en sobrevivir.
En opinión de muchos, un mundo en el que los mercados quedaran debidamente subordinados a los políticos sería mucho más feliz que el que nos ha tocado. Suponen que si los gobiernos no tuvieran que preocuparse por sus reacciones podrían dedicarse a crear millones de fuentes de trabajo y repartir beneficios de todo tipo. Pero sólo se trata de una fantasía. Por caprichosos que sean, cumplen una función esencial al recordarles a los gobernantes que les es forzoso respetar ciertos límites y que, de todos modos, es una mala idea amontonar deudas que ni ellos ni sus sucesores estarán en condiciones de saldar.
La razón por la que las bolsas están actuando tan mal en Estados Unidos y Europa es que una proporción creciente de quienes participan cree que los pagadiós que se han ido acumulando son tan colosales que será imposible librarse de ellos.
Siempre se supo que tarde o temprano algo así ocurriría pero, puesto que es mucho más agradable gastar dinero de lo que es ponerse a ahorrarlo, las diversas clases políticas de los países desarrollados apostaron a que la hora de la verdad llegaría en el futuro lejano. Por cierto, no previeron que los cobradores golpearían a la puerta mientras ellos mismos aún estuvieran en el poder.