Los límites de la mitología oficialista
* Por Joaquín Morales Solá. El peronismo es una cantera inagotable de mitos. Cristina Kirchner está siendo elevada al altar de la izquierda justicialista junto con Eva Perón y por obra y gracia de Hebe de Bonafini. Héctor Cámpora, que fue un simpático conservador de Buenos Aires, ya fue izado al panteón de la izquierda justicialista.
El propio Néstor Kirchner, fundador de una considerable fortuna familiar gracias a la generosidad del Estado, es el ícono actual de la progresía argentina más fanática. El peronismo gobernante se ha olvidado un poco de Perón, es cierto, pero éste murió demasiado viejo como para convertirse en mito.
Pasado mañana, la Presidenta se cubrirá con su atuendo de militante para celebrar otro aniversario del triunfo electoral de Cámpora. La rodeará poca gente del peronismo histórico, salvo Hugo Moyano, que no está en condiciones judiciales de decirle que no a nada. La convocatoria está hecha por organizaciones de izquierda que corren paralelas al peronismo. Muchos de sus integrantes formaron parte de los viejos grupos armados, que Perón envalentonó en el exilio y desahució en el poder. Cámpora fue hijo de sus circunstancias y de su débil carácter; por eso se vio convertido en un símbolo revolucionario cuando no era más que un módico político bonaerense, que en el fondo cultivaba ideas moderadas. Hizo su carrera adulando al jefe o a la jefa, a Eva Perón en aquellos tiempos.
Cámpora es un mártir sólo porque su partido y su jefe, Perón, lo despidieron de la presidencia de la Nación, que había ganado legítimamente, como a una secretaria indolente. Tampoco él se resistió, debe aclararse, a ese maltrato. Perón y el peronismo despreciaron ostensiblemente la fórmula que la sociedad había votado apenas tres meses antes. Cámpora se dejó llevar por el espíritu de la época, creyendo que cumplía con su jefe, pero éste ya estaba en otra cosa: quería disolver a sangre y fuego a las organizaciones guerrilleras a las que les había dado aire desde Madrid. Esas confusiones de la historia terminaron por beatificar a Cámpora en tiempos kirchneristas y por condenar a Perón al silencio.
Pasa algo parecido con la Presidenta. Ni sus gustos, ni su fortuna, ni su manera de tratar a sus colaboradores, ni sus formas feudales en Santa Cruz la colocan a la izquierda de nada. Su condición de símbolo de la izquierda es una creación extravagante de la Argentina y de cierto peronismo (más de ese peronismo que de otra cosa). No es casual que los que más han criticado al matrimonio Kirchner en los cables secretos difundidos por WikiLeaks hayan sido dos gobiernos socialistas de América latina como los de Michelle Bachelet y Tabaré Vázquez. Estos ex mandatarios, auténticas expresiones de la nueva izquierda latinoamericana, nunca aceptaron a los Kirchner como propios. Bachelet les reprochó sus escasos apegos institucionales y un ministro de Tabaré Vázquez calificó al gobierno kirchnerista de "fascista". Es lo que devuelve el espejo argentino cuando se lo mira desde la distancia, sin el barullo que arma el kirchnerismo dentro del país.
La Presidenta no quiere acercarse a dirigentes como Hugo Curto, un ex metalúrgico que gobierna Tres de Febrero con avalanchas de votos, o a Jesús Cariglino, intendente peronista de Malvinas Argentinas, porque son representantes de la "vieja política". Pero ¿son mejores que ellos Emilio Pérsico, Edgardo Depetri o Carlos "Cuto" Moreno, organizadores del acto del viernes, cultores incansables del setentismo gobernante? Hay una sola diferencia: Curto y Cariglino no recurren a los escraches para resolver la política; los otros tres lo hacen con mucha frecuencia, aunque no ponen la cara, pero aportan la logística de los escraches y los escrachadores.
La familia Kirchner tiene el derecho de hacer de la imagen de Néstor Kirchner lo que quiera, siempre que la construcción de ese mito no le signifique erogaciones al Estado. Nadie sabe quién pagará la película del uruguayo Adrián Caetano sobre el ex presidente, que se estrenará, por supuesto, antes de las elecciones de octubre. Hasta ahora sólo se conoce que el increíble aviso publicitario hagiográfico de Kirchner (que se difundió junto con los partidos de fútbol) fue financiado por el gobierno nacional. La historia se repite, incansable: el culto a la personalidad fue siempre una subvención del Estado y nunca una inversión privada.
¿Cuánto duran los mitos impuestos por el poder? Nadie en la calle habla ya de Néstor Kirchner, como no es frecuente el recuerdo de Raúl Alfonsín, aunque la muerte de éste provocó una reacción popular más espontánea que la del esposo de la Presidenta. El propio Ricardo Alfonsín debería saber que deberá ganar las elecciones, si es candidato, con más pergaminos que la condición de hijo de su padre. Las sociedades nunca votan por el pasado, sino por una cierta noción, certera o no, del futuro.
Cuentas pendientes
Mitología aparte, Cristina Kirchner deberá explicar como candidata la condición indomable de la inflación, que analistas privados ya la sitúan, en el segundo mes del año, entre el 21 y el 25 por ciento anual. Faltan todavía las paritarias, los aumentos salariales y el decurso de la crisis económica mundial en el marco del profundo conflicto político en los países petroleros del mundo. Deberá explicar, también, por qué ordenó desactivar hasta la inexistencia la Fiscalía de Investigaciones Administrativas, que es la auditoría interna de la administración. La Auditoría General de la Nación, que acaba de iniciarles juicio a varios organismos del Estado por retacearle información, es la auditoría externa.
Ambas decisiones, la nulidad de la Fiscalía y el bloqueo a la Auditoría, son decisiones que se tomaron durante la administración de Cristina Kirchner, no en la de su esposo. Los mitos, cuando no son instintivas creaciones sociales, siempre terminan chocando con la inevitable constatación de la vida.