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Los juguetes del Día de Reyes

*Por Arnaldo Pérez Watt. La mentira y la corrupción no provienen de las trampas que hace el pequeño cuando juega en solitario.

El próximo miércoles, en vísperas del Día de Reyes, seguramente existirá una excitación al elegir y una impaciencia al esperar. Llegado el día, el niño, al que le agrada el juguete, está impaciente por enseñarlo a los que lo rodean. Cuando comenzó a jugar, comenzó a conocerse. Ahora, jugando, tiene la ocasión de ampliar sus conocimientos de los objetos que lo rodean, lo cual constituye una fuente inagotable de emociones que estimulan su libertad.

Crea analogías lejanas entre los fenómenos del mundo sensible y del mundo moral; personifica hábilmente cualidades y defectos, vicios y virtudes, ya en los animales conocidos, ya en los seres imaginarios.

Con los juguetes, la intuición súbita le hace entrever los medios más seguros de alcanzar el fin que persigue. Estos hábiles engaños le aseguran el éxito en la lucha y por eso hace trampas; necesita hacerlas.

El niño puede interrumpir de golpe y dejar abandonada la muñeca que hasta hace un momento era su hijita, o tirar el lápiz con el que estaba garabateando. El adulto, observándolo, creerá que el juego es algo sin importancia, algo que se puede dejar de lado. Pero es que lo que le importa al pequeño es la actividad misma y no llevar a cabo su tarea. Hoy se sabe que son de vital importancia tanto el niño jugando como el adulto trabajando, como lo expresara Édouard Claparède en su ya clásica Psicología del niño, de 1905.

Los juguetes. Igualmente, en la cuna, hay cosas hacia las que tiende instintivamente la mano. Después, sentado en el suelo, hay objetos que rechaza y otros que acerca. Ante algunos, se pone expansivo y alegre; ante otros, serio. Más tarde, de idéntica forma, será atraído de manera espontánea hacia lo que tiene valor.

¿De dónde viene, sin embargo, que los juguetes pierdan su encanto? El niñito, antes de los dos años, puede jugar con un pedazo de madera, un bolígrafo o un vaso. Luego de los tres, será un comisario con un palo, un sombrero y una cartuchera, pero a los cinco necesitará el uniforme en regla para desempeñar ese papel. A esa edad, el autito o el avioncito tienen que funcionar como los verdaderos.

Llegará, no obstante, el día en que ya no crea en esas ilusiones y tales juguetes dejarán de gustarle, aunque no en forma absoluta. Los que han pedido a los Reyes Magos un ajedrez o un metegol no perderán el gusto por seguir el juego, porque los adultos necesitan del entretenimiento.

El alma llena la soledad del infante, porque el juego le hace el tiempo agradable. Más adelante, vendrá el instinto de dominación; el secreto deseo de sobrepujar a sus amigos; la esperanza de lograr la alegría del triunfo en la lucha. Aunque, en gran número de ocasiones, no todos aceptarán gustosos los empleos y oficios que se les adjudican. Muchos no aman el riesgo ni sienten el atractivo del peligro.

Jugando es como el niño forma el carácter, como adquiere audacia y prudencia. Se habitúa a decidir por sí mismo y a aceptar con valentía las consecuencias. En fin, jugando se introduce en la vida social, en la que su voluntad se une a otras voluntades, para el progreso de los pueblos.

Se encontrará en lucha constante contra otros criterios y tendencias. Así, sus caprichos pueden tomar una dimensión inusual. Pueden desembocar tanto en un ascetismo o en un espíritu hábil para conducir multitudes, pero también en un codicioso, en el que el fin justifique cualquier medio. Ello no es consecuencia del sano y pleno juego. La mentira y la corrupción no provienen de las trampas que hacía el pequeño jugando en solitario.