Los encuestadores
* Por Daniel Muchnik. Las fallas que cualquier ciudadano informado percibió en las encuestas pre-electorales se han trasladado en un descreimiento generalizado de ese tipo de estudios.
Las diferencias, salvo contadísimas excepciones (dos, nada más), fueron extremas con los resultados finales. Las previsiones de los números no sirvieron para nada, no mostraron la realidad. ¿Este vacío es responsabilidad de los encuestadores o es también de los políticos que los usan y hasta del mismo público que se presta a contestar y luego las solicita, como para situarse frente a demasiada información disponible y poder elegir con menos riesgo de equívoco?
Los encuestadores, que son investigadores de una sociedad que es contradictoria y poco uniforme, corren riesgo de equivocarse, de la misma manera que están expuestos periodistas, médicos, abogados y magistrados de todo tipo y nivel. El problema que tienen es la exposición pública en la que se movilizan. Demasiada. Se ubican debajo de una enorme lupa. Cuando realizan muestras a pedido de empresas o de países no corren el riesgo del juicio o la evaluación masiva posterior, como cuando lo hacen, por pedido o no, frente a importantes elecciones.
Y no lo hacen forzadamente sino con gusto, como un factor de promoción y autoestima. Firman sus sondeos, los defienden en programas de televisión y radio, gustan que se los entreviste y sus datos son reproducidos con títulos a varias columnas en el periodismo gráfico.
Más: varios son los periodistas que suelen presentarlos como expertos politicólogos y serios observadores del desprolijo escenario social del país en el que vivimos. Un error de graves derivaciones. Porque un analista político parte desde otras propuestas y su mirada es mucho más abarcadora y pragmática que la de un encuestador. Un politólogo brinda un compromiso casi académico, el encuestador arroja, muchas veces, tan sólo un frío resultado estadístico que no toma en cuenta innumerables variables.
Y no estoy subestimando a nadie. Varios de los encuestadores políticos argentinos tienen formación sociológica, han conseguido diplomas, han sido preparados para analizar estadísticas, cuantificar y calificar información. Son universitarios y han conseguido méritos y reconocimientos en sus carreras, pero no son politólogos.
Hay, en torno de las encuestas políticas, una suma de enredos que habría que evitar repetir en el futuro. Quizás, el gran salvavidas que los investigadores tienen a mano para retornar a una respetable credibilidad es explicar, en cada trabajo que realizan, si están brindando información de manera independiente, no pagados o sí remunerados por un dirigente partidario. Y si están a sueldo, decirlo, sin ocultamientos. Agregando, además, precisiones sobre el universo abarcado, cómo se emprendió el estudio, dónde se realizó, los distintos grupos sociales que fueron convocados, y hasta el tipo de interrogantes que se les formuló. Este tipo de explicaciones es brindado por pocos profesionales, como si no importara, como si no fuera fundamental.
Después de la disputa del 10 de julio algunos encuestadores confesaron que el equívoco consistió en errores metodológicos. ¿Es tan así? Y si lo fuera ¿acaso no se correría el riesgo de ser entonces considerados malos o precarios profesionales en lo suyo? También señalan que los ciudadanos eligieron otra opción muy distinta a último momento, una respuesta generalmente irreal. Otros se arriesgan y consideran que la gente está fatigada de las llamadas telefónicas o visitas y contestan lo que le viene en gana, aún sabiendo que mienten. Todo suena a excusa pueril de último momento.
Los graves equívocos de las encuestas recientes confirman que no han podido detectar el ánimo, las necesidades y los deseos de los ciudadanos. Son elementos frágiles. Ya es hora de cambiar a fondo la metodología que usan o bien los políticos deberán respaldarse en otros instrumentos más auténticos y eficientes para tocar el alma real de la sociedad.