Los efectos de la política cambiaria
Una latente intranquilidad se advierte en estos últimos días en el mercado cambiario argentino, y en consecuencia, en la evolución de las variables económicas.
Tras un tiempo de relativa calma, una mezcla de controles cambiarios dispuesto por el Gobierno nacional y un atraso de la cotización del dólar frente al peso que derivaron en una progresiva escasez de la moneda norteamericana, ha agregado preocupación al escenario actual y a sus perspectivas. La historia económica de nuestro país, asociada en este aspecto con la inflación y las hiperinflaciones, las devaluaciones de la moneda y las crisis financieras y económicas, es lo suficientemente rotunda como para no reparar en la situación. A la preocupación de los empresarios que ya padecen una pérdida progresiva de competitividad en los bienes que producen, se agrega la dificultad de los grandes inversores y pequeños ahorristas que no encuentran certezas en las estrategias para defender su capital y sus activos. Un país en el que el dólar circula a, por lo menos, dos precios (los que se pagan en los mercados paralelo y oficial) evidencia desprolijidad y desaciertos en la política cambiaria y económica. Se trata de un desdoblamiento que profundiza la brecha cambiaria entre uno y otro y que el Banco Central virtualmente convalida con sus compras diarias.
Atrás quedó la estrategia que durante la gestión de Néstor Kirchner, e incluso la que desarrolló en su anterior mandato la presidenta Cristina Fernández: el sostenimiento de un dólar relativamente alto y competitivo, como un argumento central para impulsar las exportaciones industriales que permitieron una mejora en los niveles de empleos y de la actividad, tras la debacle de 2001-2002.
Una inflación en torno del 25% en estos últimos años que el Banco Central y el Gobierno impidieron que se trasladara al precio de la moneda norteamericana en nuestro país alentó también este escenario complejo y a la vez, artificial.
Aunque los responsables de este manejo -muchos expertos ya lo califican como de "mala praxis" por sus efectos dañinos sobre la evolución económica- habrá que buscarlos en el más alto nivel del Gobierno, todas las miradas están puestas en los criterios que impone el todopoderoso secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno y en las fiscalizaciones detectivesca de la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP). Ahora, es cada vez más difícil de hacerse de la moneda norteamericana para concretar importaciones y trabajar en el comercio exterior o realizar cualquier movimiento financiero de los particulares; esa escasez no hace más que incrementar su precio. La brecha cambiaria ha frenado también la actividad económica, que ya registra un desaceleramiento atribuible a la sequía del campo y a los efectos generalizados de la crisis mundial -entre otros factores-. Pero, lo que puede considerarse como un efecto peor es que su permanencia impacta sobre el futuro de cualquier proyecto inversor y la credibilidad.
La Argentina perdió su ventaja comparativa con Brasil (el principal socio comercial) y con la mayoría de los países latinoamericanos que ajustaron el tipo de cambio. A este contexto habría que sumar el alza de los precios que golpea al mercado interno y a los consumidores argentinos, como una vuelta más de un círculo pernicioso y de preocupación. Corresponde entonces una rápida reacción de las autoridades para encausar este problema. Y las medidas no deben ser otras que aquellas que devuelvan racionalidad, certezas y previsibilidad al mercado cambiario y a la economía. Sería una gestión superadora de la precariedad y de las tácticas coyunturales que se han mostrado como valores supremos. Más que nunca, la Argentina demanda más seriedad y responsabilidad de las políticas oficiales.
Atrás quedó la estrategia que durante la gestión de Néstor Kirchner, e incluso la que desarrolló en su anterior mandato la presidenta Cristina Fernández: el sostenimiento de un dólar relativamente alto y competitivo, como un argumento central para impulsar las exportaciones industriales que permitieron una mejora en los niveles de empleos y de la actividad, tras la debacle de 2001-2002.
Una inflación en torno del 25% en estos últimos años que el Banco Central y el Gobierno impidieron que se trasladara al precio de la moneda norteamericana en nuestro país alentó también este escenario complejo y a la vez, artificial.
Aunque los responsables de este manejo -muchos expertos ya lo califican como de "mala praxis" por sus efectos dañinos sobre la evolución económica- habrá que buscarlos en el más alto nivel del Gobierno, todas las miradas están puestas en los criterios que impone el todopoderoso secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno y en las fiscalizaciones detectivesca de la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP). Ahora, es cada vez más difícil de hacerse de la moneda norteamericana para concretar importaciones y trabajar en el comercio exterior o realizar cualquier movimiento financiero de los particulares; esa escasez no hace más que incrementar su precio. La brecha cambiaria ha frenado también la actividad económica, que ya registra un desaceleramiento atribuible a la sequía del campo y a los efectos generalizados de la crisis mundial -entre otros factores-. Pero, lo que puede considerarse como un efecto peor es que su permanencia impacta sobre el futuro de cualquier proyecto inversor y la credibilidad.
La Argentina perdió su ventaja comparativa con Brasil (el principal socio comercial) y con la mayoría de los países latinoamericanos que ajustaron el tipo de cambio. A este contexto habría que sumar el alza de los precios que golpea al mercado interno y a los consumidores argentinos, como una vuelta más de un círculo pernicioso y de preocupación. Corresponde entonces una rápida reacción de las autoridades para encausar este problema. Y las medidas no deben ser otras que aquellas que devuelvan racionalidad, certezas y previsibilidad al mercado cambiario y a la economía. Sería una gestión superadora de la precariedad y de las tácticas coyunturales que se han mostrado como valores supremos. Más que nunca, la Argentina demanda más seriedad y responsabilidad de las políticas oficiales.