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Los días del Escritor y del Libro

*Por Arnaldo Pérez Wat. En el escenario de la decadencia cultural y de la política del engaño, lo esencial es que el escritor no adopte la posición de la paciente manada.

Hoy, lunes 13 de junio es el Día del Escritor; y el miércoles 15, el Día del Libro. Y hablar de uno nos lleva a hacerlo del otro.

Cuando el lector abre un libro, halla en las primeras páginas todo cuanto necesita saber para emprender su lectura. Los hombres del siglo XV no disfrutaban de ese privilegio. Hasta fines de ese siglo, era necesario llegar al final para encontrar el colofón, donde figuraba el lugar de impresión, el nombre del tipógrafo y, con frecuencia, el título de la obra, y también costaba encontrar el nombre del autor.

En la Edad Media, el escritor era un agregado a la corte. El oficio del caballero se limitaba a las artes de la guerra; todo lo demás, hasta el autor, se reducía a una especie de complemento del príncipe y de su corte (mecenazgo).

En el siglo XVIII, en Inglaterra, la cultura artística estaba limitada a la aristocracia, la que soportaba a los poetas, más por razones de prestigio que por el valor de sus obras. Estos creadores todavía no vivían del producto directo de lo que escribían sino de pensiones y prebendas.

Posteriormente, la obra literaria se convierte en una mercancía. Sin embargo, los editores fueron empresarios y no instituciones, aunque no todos los trabajadores de la pluma fueron explotados. Si bien es cierto que Daniel Defoe no podía encontrar editor para su Robinson Crusoe , David Hume ganó con su Historia de Inglaterra , en 1761, unas 3.400 libras.

Hoy existen autores que se han enriquecido de la noche a la mañana con un libro, pero no es lo usual. En su comienzo, si el escritor tiene ahorros y está seguro de que su obra vale, quizá no necesite deambular en busca de un editor.

Ello depende también del tema. Si su inspiración es poética, caminará más; si es una novela o una obra de teatro, puede tener mayor éxito. Pero casi siempre, como también le ocurre al autor de renombre, tiene que ceder algo cuando se le exigen cortes e inclusiones que hagan a la obra más vendible.

Casos singulares. Enrique Bergson, premio Nobel de Literatura en 1927 –porque no hay de Filosofía– tuvo que ponerle de título a su ensayo sobre lo cómico La risa . Otro ejemplo increíble: De hojas de hierba , de Walt Whitman, el más grande libro del más grande poeta norteamericano, se imprimieron sólo 800 ejemplares en 1855. El autor lo envió a los más destacados hombres de letras. La mayoría lo devolvió haciéndole notar el atrevimiento de mandar una cosa así.

Hoy sigue siendo dudoso el destino que se cierne sobre los incipientes grandes escritores. ¿Quién puede decir cuántos genios quedarán en la oscuridad debido a que su creación fue sepultada por toneladas de papel, cuya vulgaridad ciertos editores llevan a las tintas?

En el escenario de la decadencia de nuestra cultura y de la política afanada en el engaño, que parece que todavía no ha tocado fondo, lo esencial es que el escritor no adopte la posición de la paciente manada. Aunque el pueblo se muestre apático y voluble, si se entrega a cantar con astucia a la superstición de la multitud para satisfacer al editor que sólo piensa en halagar la tendencia dominante del público, entonces su texto resultará mediocre, porque ha mentido.

En cambio, si es sincero consigo mismo, su obra se elevará por sobre las millonarias ediciones de páginas adocenadas, y sentirá la dicha de no haber pasado en vano por este mundo.