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Los delirios de Khadafy

La desmesura del dictador libio es propia de alguien que se cree indispensable y se comporta como si fuera un dios.

En cierto modo, Muammar Khadafy ha ganado la iniciativa mientras la comunidad internacional debate si interviene en Libia. Es doloroso que un sanguinario dictador que no vacila en ordenar descargas de artillería contra su pueblo imponga su agenda y negocie su estabilidad mientras sus emisarios en Bruselas y El Cairo, así como en la sede de la alianza atlántica (OTAN), ejecutan una estrategia diplomática que no abriga ninguna esperanza de apertura democrática. Otra vez, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ha sido superado por las circunstancias. Es preocupante.

Francia es el único que ha subido un peldaño al reconocer al Consejo Nacional Libio, que reúne a los opositores a Khadafy, como el "único representante del pueblo libio". Esa decisión, no acompañada por la Unión Europea, da una cuota de legitimidad a aquellos que resisten las represalias. La Argentina, salvando las distancias, ha demorado en fijar una posición razonable. La presidenta Cristina Kirchner estuvo en Argelia, Túnez, Egipto y Libia en noviembre de 2008. Dos de sus anfitriones han caído en las recientes revueltas árabes. Con Khadafy pareció tan a gusto que hasta se comparó con él, lo cual merece un replanteo sobre su visión de un régimen corrupto y cruel.

Khadafy, como otros, padece el complejo de hybris. Es la desmesura del presunto héroe que, por sentirse imprescindible, se comporta como un dios. Si otras dictaduras y monarquías árabes dan muestras de apertura, no ha sido por un cambio de actitud, sino por temor a correr la suerte de Túnez y Egipto. En estos cruciales momentos en Libia es un imperativo moral detener de algún modo la brutal embestida de Khadafy. Si la comunidad internacional se siente impedida de hacerlo por la vía diplomática, bueno sería que el régimen no reciba más dinero por la venta de petróleo a través del Banco Central de Libia.

La exclusión aérea, reclamada por la oposición, significaría una intervención militar. Para ello debería haber una autorización del Consejo de Seguridad, donde Rusia y China rechazan los planes de los Estados Unidos, el Reino Unido y Francia. Nada bueno saldría de una decisión unilateral, como en la guerra contra Irak.

Los gobiernos de Occidente mucho han tenido que ver con la situación de Libia, así como antes con los trances que atravesaron Túnez y Egipto, por haber amparado regímenes de fuerza desentendidos de los pesares de su pueblo e interesados en esquilmarlo para llenar sus bolsillos y los de sus allegados.

Es cierto que se han cometido errores gravísimos, sobre todo si se tiene en cuenta que la política internacional debe ser más prospectiva que revisionista. Es hora de mirar hacia delante. De prever en lugar de analizar y, en particular, de exaltar la democracia y la libertad como valores sustanciales de los derechos humanos que muchos declaman y pocos honran.