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Los corruptos están a salvo

Transparencia Internacional, una organización con sede en Alemania, acaba de difundir su ranking anual de casi doscientos países según "la percepción" de corrupción.

Como ya es tradicional, la Argentina ocupa un lugar alejado de los países juzgados más honestos, al lado de Burkina Faso, Gabón y Tanzania entre los que, si bien son muy corruptos, resultan menos que las cleptocracias más notorias como Venezuela y Haití. Que éste sea el caso debería ser motivo de gran preocupación para todos, salvo los corruptos mismos.

Después de todo, no se trata sólo de un problema ético, como quisieran hacer pensar los que atribuyen informes como los de TI al puritanismo de individuos incapaces de entender la cultura más "humana" de sociedades, entre ellas la nuestra, en que importan mucho las relaciones personales y por lo tanto es considerado normal intercambiar favores. También constituye un problema económico y social muy grave porque la corrupción siempre supone el desvío de los recursos disponibles para que enriquezcan a algunos a costa de los demás, ampliando así la brecha abismal entre una pequeña minoría de ricos y una multitud de pobres, característica de todos los países corruptos.

Asimismo, otra consecuencia inevitable de la corrupción consentida por los gobernantes es la adicción de los políticos corruptos y sus clientes a la demagogia engañosa; tienen forzosamente que fingir estar defendiendo los intereses populares contra sus hipotéticos enemigos, ya que de lo contrario correrían el riesgo de verse acusados de ser los responsables principales de la ausencia de justicia social.

Aunque parecería que virtualmente todos coinciden en que la corrupción –el aprovechamiento de poder político para conseguir beneficios materiales– es mala y que resulta necesario combatirla, sucede que en sociedades en las que desde hace muchos años es endémica, reducirla resulta extraordinariamente difícil porque casi todos los dirigentes serán, por comisión u omisión, cómplices de los malhechores. Como la presidenta brasileña Dilma Rousseff ha descubierto, para luchar en serio contra la corrupción le será necesario depurar una y otra vez su propio gobierno y ver convertirse en enemigos a aliados valiosos. Ya suman seis los ministros brasileños que tuvieron que renunciar luego de ser acusados de enriquecimiento ilícito, tráfico de influencias y otros delitos, y no hay garantía alguna de que sean los últimos. Si bien Dilma cuenta con el apoyo ciudadano en sus esfuerzos por purgar de personajes dudosos a su gobierno y al Partido de los Trabajadores oficialista, podría llegar el día en que enfrente una rebelión de buena parte de la clase política brasileña.

Conforme a TI, en la Argentina la situación es decididamente peor que en Brasil, pero resulta virtualmente nula la posibilidad de que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner procure emular a Dilma. Su autoridad moral en este ámbito es escasa, ya que muchos dan por descontado que no podría justificar ante un organismo de control independiente el crecimiento notable de su propio patrimonio declarado y que se resistiría a permitir una investigación exhaustiva de lo sucedido en la gigantesca empresa constructora de las Madres de Plaza de Mayo o del destino todavía no muy claro de los famosos fondos –estimados en mil millones de dólares– de Santa Cruz. Por lo demás, a pesar de que según las encuestas la corrupción figure entre las preocupaciones principales de la ciudadanía, parecería que la mayoría lo considera un tema abstracto, desvinculado de la política, razón por la que la sensación de que el gobierno kirchnerista es "el más corrupto de la historia", más aún que el menemista, no fue óbice para que en las elecciones de octubre la presidenta obtuviera el 54% de los votos.

Puede preverse, pues, que la Argentina seguirá siendo un país de corrupción africana y que la política económica permanecerá al servicio de los integrantes del gobierno de turno y empresarios amigos, que de vez en cuando serán sacrificados algunos "emblemáticos" para apaciguar a los preocupados, pero que no se emprenderá ningún esfuerzo auténtico por poner fin al saqueo rutinario que tanto ha contribuido a hacer "estructurales" las lacras sociales como la extrema pobreza de provincias enteras gobernadas por personajes de mentalidad feudal.