Los candidatos y la intención de voto
* Por Ricardo Ragendorfer. La contracara del fenómeno gira en torno al elevado número de sujetos autopredestinados para conducir un Estado, función que en la Argentina únicamente puede ser ejercida por unas diez personas, en un lapso de 40 años.
Si la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca dejó una lección, es que cualquier imbécil puede convertirse en presidente de un país. En este caso, tal vez sea una violación a las leyes de la Historia que un ex alcohólico con un coeficiente intelectual inferior a la media se haya convertido en el mandatario del país más poderoso del planeta. O quizás tamaña fatalidad sea parte de ellas. De otra manera no podría explicarse el motivo por el que, desde la noche de los tiempos, la civilización se vio atravesada por personajes como Nerón, Hitler o Idi Amín. Ante eso, la pregunta es: ¿el mundo sería igual si aquellos seres no hubieran existido? Es posible que sí. Aunque tal respuesta no es más que una especulación contrafáctica. En realidad, el tema cabalga sobre un enigma de otro signo: la siempre azarosa conjunción de hechos y circunstancias que suelen conducir a determinados hombres hacia el liderazgo político. O sólo hacia la ilusión de su logro. Puesto que la contracara de dicho fenómeno gira en torno al elevado número de sujetos autopredestinados para conducir un Estado, función que en Argentina –sin mediar interrupciones institucionales– únicamente puede ser ejercida por unas diez personas en un lapso de 40 años. Al respecto, no deja de ser ilustrativa la actitud empeñosa de ciertos políticos en campaña, aunque sin demasiada intención de voto.
Había que ver, por ejemplo, a Ernesto Sanz al hacer pie en el Conurbano para dirimir la interna de la UCR. El sitio elegido fue una plaza de Moreno, en la cual este político mendocino se lanzó –según sus operadores– a la búsqueda del voto juvenil. Precisamente por ello, tomó asiento sobre el pasto, tarareo el rap interpretado por un pibe con guitarra y respondió preguntas, no sin adaptar su discurso al público en cuestión; por tal motivo creyó conveniente incluir en su léxico –por única vez– los vocablos "joda", "boludez" y "carajo". También había que ver a Eduardo Duhalde lanzar su candidatura en Costa Salguero. Un enorme plasma agigantaba su imagen.
El micrófono tipo vincha permitía su desplazamiento en el escenario como si fuera el mismísimo Billy Graham. Y, además, hacía uso de un sistema de telepronter para no perder el eje de sus dichos. El resultado fue espantoso; ese hombre, en realidad, parecía el actor que lo imitaba en la Casa del Gran Cuñado. Tal impresión se vio robustecida por el carácter ramplón de su discurso. "El país está sediento de paz" y "No tengan miedo de hablar de represión, que no es matar a nadie", fueron sus frases sobresalientes. Lo cierto es que Mauricio Macri no les va a la zaga. Sin reparar que en su gestión no deja de mostrarse incompetente hasta para organizar un cumpleaños, acaba de prometer que, si llega a la presidencia, hará "6000 kilómetros de vías férreas y que bajará los impuestos". Su proeza fue haber pronunciado tales palabras sin que se le moviera un solo músculo del rostro.
Es notable el tipo de actos que un candidato es capaz de perpetrar con tal de conquistar el fervor del electorado. No es menos notable que la mayoría de ellos se presta a semejante ejercicio actoral a sabiendas de que no tiene la más mínima posibilidad de obtener un caudal decoroso de votos. ¿Es que una campaña es en sí misma una actividad beneficiosa para un candidato de escasas chances? ¿O es que su vértigo les obnubila el sentido común? Imposible saberlo. Salvo por algún ejemplo empírico.
En un ya añejo reportaje en la revista Gente, la esposa de Ricardo López Murphy deslizó: "Ricardo se prepara desde siempre para ser presidente." Sin embargo, durante la noche del 28 de octubre de 2007, el ex ministro de la Alianza no salía de su azoro: en los comicios presidenciales de ese día sólo había obtenido el 1,45% de los votos. Y su lectura de la derrota fue: "Todo el mundo me saludaba en la calle. No entiendo cómo nadie me votó."
Cabe destacar que en esa ocasión –y tras un esfuerzo proselitista similar al de quienes sí consiguieron cargos electivos–resalta una extensa lista de candidatos inexplicables, entre ellos: los aguerridos izquierdistas Vilma Ripoll (0,76%), Néstor Pitrola (0,62%), José Montes (0,52%) y Luis Ammann (0,41%); el inclasificable Raúl Castells (0,30%) y el insistente carapintada Gustavo Breide Obeid (0,25%).
Sin embargo, el Santo Patrono indiscutido de los candidatos condenados a la nada no es otro que Juan Ricardo Mussa, quien en ese 28 de octubre había logrado sumar el 0,07% del electorado. Antes había probado suerte en los comicios porteños y su cosecha fue del 0,1%. En 2003 también corrió por la presidencia, anotándose con su creación, la Alianza Unidos o Dominados, que logró el 0,2% del total en el país. Asimismo había sido candidato en 1999: aquella vez armó un sello denominado Alianza Social Cristiana, que reunió el 0,33%. En ese año, a la vez, intentó ser jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y terminó último, con el 0,09%.
Hace ya mucho tiempo que el señor Mussa, un extravagante empresario textil que se define como un "peronista doctrinario", despunta el sueño de convertirse en un sorpresivo fenómeno de las estadísticas. Ello le granjeó cierta popularidad entre los cultores de la picaresca. En todo caso, su mérito fue haberse transformado en el emergente depositario de un vasto sector de la clase política. Es posible que ese, precisamente, haya sido el único beneficio que habría conseguido a fuerza de ser un eterno candidato.