Los abusos y la Iglesia
Los últimos dos papados vienen aplicando una clara política para detectar y someter a la justicia a los clérigos que cometen delitos aberrantes.
Los abusos sexuales a menores constituyen una de las tragedias más dolorosas y escondidas de la sociedad, a raíz de la cual hay víctimas inocentes que quedan traumatizadas de por vida y muchas veces no son siquiera reconocidas como tales. Se trata de un delito tan oscuro como aberrante, siempre de connotaciones perversas que, cuando es cometido por ministros religiosos, resulta doblemente grave.
Por un lado, porque en el medio confesional el adulto puede dominar a la víctima en la esfera íntima y con argumentos y recursos que apelan a una supuesta vida interior o de naturaleza espiritual; por otro, porque esa conducta daña irremediablemente la credibilidad de la institución y echa sobre todo el clero y sobre los religiosos en general una sombra de duda permanente, a menudo injusta.
Nunca está de más señalar que en la opinión pública se tiende a confundir celibato, homosexualidad, represión y violaciones o abusos. Que el celibato obligatorio del clero secular deba ser debatido en la Iglesia Católica es otra cuestión que nada tiene que ver con este grave problema. El violador o la violadora -por lo general heterosexuales- no son tales porque no estén casados o no vivan en pareja, sino por profundas anomalías psicológicas no fáciles de detectar y de muy difícil tratamiento.
En efecto, el abuso se da en muchas instituciones de la vida social, sin excluir a las familias. Son conocidos, entre otros, los casos del abusador padre, tío, esposo de la madre, maestros o maestras de jardín de infantes; miembros de un internado, de un club, de una institución militar o de una penitenciaría. En ciertos ámbitos artísticos y profesionales surgieron a la luz graves escándalos como, por ejemplo, los ocurridos en la BBC de Londres.
Frente a esta grave problemática, la Iglesia recién tomó medidas duras a partir del pontificado de Benedicto XVI. El caso del sacerdote mexicano Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo y allegado a algunos dignatarios de la curia romana, es ilustrativo de la que dio en llamarse "tolerancia cero" frente a este delito en el gobierno de Joseph Ratzinger. En esa línea prosigue Francisco. De hecho, al día siguiente de su elección, la prensa italiana informó del fortuito encuentro que tuvo en el templo de Santa María Maggiore cuando al cruzarse con el cardenal norteamericano Bernard Law, arzobispo emérito de Boston, acusado de encubrir numerosos casos de sacerdotes pedófilos, habría exigido no verlo más por allí. Cabe señalar que no pocos obispos se preocuparon más por el prestigio de la Iglesia, error que los llevó a ocultar abusos, que por priorizar el sufrimiento de las víctimas y de sus familias.
En los últimos días se conoció, además, que el papa Francisco castigó al cardenal primado emérito de Edimburgo, Keith O' Brien, acusado de abusos, al obligarlo a abandonar el territorio de Escocia y Gran Bretaña "durante muchos meses de renovación espiritual, oración y penitencia", según un comunicado dado a conocer por el Vaticano. Un ostracismo que muestra la intención del Sumo Pontífice de sancionar a los religiosos vinculados con abusos sexuales.
Con los últimos dos papas, hay en esta materia una clara política en la Iglesia, en el sentido de colaborar con la justicia para castigar a los culpables, sean ellos quienes fueren. En el corto tiempo de su gestión al frente de la Iglesia, Francisco ya ha dado muestras suficientes de que tiene la capacidad para afrontar un problema tan grave como éste.
Es de esperar que los formadores de los futuros sacerdotes y religiosos sean muy exigentes con el nivel ético y la salud mental de los aspirantes a esas responsabilidades, porque de ellos dependerán en gran medida muchas personas, entre las que se encuentran niños y jóvenes. Los pedófilos deben ir a la cárcel. La Iglesia debe aspirar a contar con personas de probada virtud.
Tienen muchas veces razón el periodismo y la opinión pública en general cuando denuncian los casos de abusos por parte de los clérigos y se enfurecen con los superiores que han callado los escándalos para esconder a los culpables, pero no deberían tampoco descuidar los muchos otros ámbitos donde se dan estos delitos. Por otra parte, subyace una gran hipocresía en una sociedad que establece un doble discurso: por un lado, festeja la permanente erotización de los espectáculos y, por otra, se demuestra muy dura -casi puritana- a la hora de juzgar las conductas ajenas. No se puede admitir sin más que desde la televisión e Internet se desprenda una carga tal de permisividad y falta de recato y, al mismo tiempo, pretender una conducta moral ejemplar. Las costumbres deben enmarcarse dentro del respeto de la persona y de cierto sentido social del pudor si queremos ayudar a corregir la exacerbación de tendencias y desviaciones en este campo.