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Lo que Japón nos enseñó

*Por Marco Moreno. Japón volverá a ponerse de pie por su tremenda fuerza espiritual y colectiva de sacrificio, que supo desarrollar en tantos momentos de adversidad.

Quiero compartir una pequeña reseña sobre lo que me dio la vida como aprendizaje de la cultura y filosofía del pueblo japonés, castigado por estos días por una dura tragedia.

Un día de noviembre de 1997, fue el último que pisé un dojo (centro de práctica de artes marciales japonesas). Tenía 35 años y una vida fructífera como padre, esposo y cocinero por delante. Me había graduado de 4º dan.

Cuando empecé a tener uso de razón, mi padre, Juan Manuel Moreno, 5º dan del Kodokan (centro mundial del judo en Tokio), ya había inaugurado en septiembre de 1960 la escuela privada de artes marciales Instituto Kumazawa, en el barrio de Belgrano, de la Capital Federal. Él había sido campeón nacional cinco veces, sudamericano y vicecampeón panamericano por categoría. Compitió desde 1951 a 1958, tras nacionalizarse junto a Yoriyuki Yamamoto para representar a la Argentina. ¡Uno era vasco y el otro japonés! Todavía era la época de David y Goliat, en la que el judo se dirimía por técnica y no por fuerza.

Un "pequeño" grande. Ése es el verdadero Japón: el pequeño que todo lo puede. Mi padre pesaba 70 kilos y medía apenas 1,65 metro y ya se había casado con mi madre, Helga (de origen austríaco), a quien conoció haciendo judo en el club Gimnasia y Esgrima, al mando del sensei (maestro, al que hay que imitar) Itoshi Nishisaka.

Me críe entre sudor de luchas inacabables y tatamis , raros sabores con los que me fui familiarizando, pescado crudo ( sayimi ), arroz ( gohan ), nabos ( daikon ), dulces gomosos de gluten y yokan (dulce de poroto colorado adzuki), y el famoso ocha (té verde). Platos como el sukiake , yosenabe y los hojaldres eran moneda corriente después de las prácticas.

El sensei Kumazawa fue alumno directo del fundador del judo en el mundo, Jigoro Kano, y vino a la Argentina a cultivar claveles y difundir ese arte marcial.

Kumazawa tuvo en nuestro país como mejor amigo al sensei Igarashi, un maestro que, como doña Petrona, marcó toda una época de la cocina argentina. Se destacó haciendo la que quizá sea la mejor muestra de la cocina japonesa de hoy, la más sana, sencilla, fresca, rica y complicada del mundo. Igarashi se hizo tan famoso en la Argentina que fue condecorado en Japón y su pueblo natal lo distinguió como ciudadano ilustre. Cuando el barco llegaba a Japón, en el puerto hubo fanfarrias y bombos, pero Igarashi falleció de la emoción, ahí, en el puerto. Increíble y conmovedora muestra de emoción, que muy pocos entienden y que algunos discuten, pero que asombra al mundo.

Poco a poco, entre motos Honda y los aparatos electrónicos que iban llegando, conocimos de la reconstrucción de Japón, tan abatido después de las dos bombas atómicas de la Segunda Guerra Mundial. Estoy seguro y confío que ahora también se pondrá de pie, por la tremenda fuerza espiritual y colectiva de sacrificio ( sutemi ) que supo desarrollar en tantos momentos de adversidad.

Mi respeto y profundo agradecimiento a la colectividad japonesa por todo lo que nos brindaron. Si pude engrandecer mi espíritu, es porque me cultivé con ellos, entendiendo siempre el deber que a uno le corresponde en la vida, más allá de las adversidades.

En San Miguel de los Ríos pudimos sortear incendios, inundaciones, tempestades, el frío y los calores extremos y la pérdida de vidas humanas. Hoy, seguimos haciendo lo que corresponde, cumpliendo con el do (camino o vía) que la vida nos signó.

¡Domo arigato gosaimas! (¡Muchas gracias!)

*Desde San Miguel de los Ríos, Calamuchita, Córdoba.