Lo cotidiano es juzgar
El mundo está dividido en nuestra opinión, correcta, y en la opinión, falsa, de los demás.
Por Luciana Arnedo
Me ha llevado tiempo entender que no debo afirmar que un otro hace lo que hace por tal o cual motivo. Me ha costado tiempo comprender que ese otro hace lo que hace simplemente porque no puede algo más; porque "es quien es".
Demasiados detalles ajusté para encontrar una respuesta que excede a una verdad. Buscar un significado a nuestra relación con los otros. ¿Por qué hacer responsable a un otro del dolor que yo siento porque no cumple con mis expectativas? ¿Por qué imputarle a alguien más nuestro ánimo?...
Juicio sobre los demás. ¡Cuánto nos cuesta aceptar a los otros como son! Como si esta aceptación nos desplazase a un terreno desconocido. Cuántos reproches echamos al mundo por no conocernos a nosotros mismos...
Si tuviera la certeza de saber quién soy, de confesarme auténtica, inequívoca. Si me librara de esta sensación encubierta de que algo en mí está confuso. Si revelara que he llegado a ser quien soy por mí.
Por qué creer que los demás tienen tanta influencia sobre nosotros; como si alguien más fuese el responsable de quiénes somos.
Cuánto conocimiento de un otro tenemos para atribuirle un juicio. Con quién se los compara... ¿Con qué autoridad imprimimos sus defectos, sus faltas? ¡Nuestro espíritu de contradicción sin conocer al otro!
Tal vez en el juicio que hacemos sobre el otro hay un juicio sobre uno mismo. ¿Juzgar a los demás es reaccionar contra uno mismo?
Por qué echar un juicio sobre el ser de un otro; con qué autoridad le señalamos un defecto anulando sus otros signos que lo integran. Cómo si no hubiera otra forma de vincularnos...
¿Uno cumple con los preceptos que exige a los demás?...
Embestir. Con qué temperamento les adjudicamos a los demás un significado, una fantasía, una credibilidad. ¿Qué proyección hacemos?
A veces intuyo que más allá de la duda que tengo sobre mí, hay un gusto en despotricar contra los demás -expresión de la limitada confianza en mí misma-. Y me invito a mi propia fiesta de maldad.
¡Quién goza de juzgar sufre una verdad que lo hiere! El grado de disgusto que nos figura la acción de un otro parecería no tener relación con el asunto. Ese enfado excesivo zambullido en las ganas de huir. ¿Será que vemos en alguien más nuestros deseos fracasados?
Me quejo porque soy débil, y ante mi debilidad el otro queda completamente indefenso. ¿Habrá una liberación en ello?...
¿Uno tiene razón contra el otro? ¿Por qué reemplazar nuestra verdad por la de los demás? Condenación total. Quién esté libre de pecado... Acaso ese es nuestro rol, juzgar, devorar al otro por no ser como creo que tiene que ser. Alejándonos, perdiendo la oportunidad de conocer a alguien más; de conocerlo y amarlo.
¿Cuán verdadero es el juicio que hacemos sobre el otro? Como si uno buscase reafirmar lo ejemplar que es. Si nos sintiésemos así, honrados, ¿estaríamos tan ansiosos de consumir la vida de alguien más? ¿Es uno capaz de brindarse a la propia vida y hacer uso de semejante libertad? Sin ser sentenciado, sin el esfuerzo de reprobar a todo aquel que se nos cruza. ¿Seremos capaces de dejar vivir a los demás, a su manera, ocupándonos de nosotros, viviendo sin obsesiones, siendo libres?
¿Cuán falso es el juicio que hacemos sobre uno mismo? Aceptar quién es el otro, aceptar quién es uno, conocernos, aceptar las diferencias, respetarlas. Aceptar, sin la necesidad de llegar siempre a un acuerdo, aceptar lo distinto sin juzgar qué es mejor o qué es peor.
Aceptar al otro, con sus reflexiones, con sus creencias, con su dolor, con sus gustos, con su satisfacción... Aceptarlo y "amarlo en su libertad". Aceptar al otro sin la necesidad de cambiarlo, entendiendo que es tan solo su vida. Aceptar y liberarnos del efecto de un desagradable sentimiento, volcándonos a una vida distendida, manteniendo al margen nuestros recursos anímicos.