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Limbo legal

Aprendimos en los años setenta del siglo pasado que, si bien combatir bandas terroristas sin violar la ley no es nada fácil, de convencerse los encargados de hacerlo de que no les cabe más alternativa que la de emplear métodos reñidos con la legalidad, ellos mismos pueden convertirse en terroristas.

Aprendimos en los años setenta del siglo pasado que, si bien combatir bandas terroristas sin violar la ley no es nada fácil, de convencerse los encargados de hacerlo de que no les cabe más alternativa que la de emplear métodos reñidos con la legalidad, ellos mismos pueden convertirse en terroristas. La tragedia de la "guerra sucia" se debió en buena medida a la negativa de las autoridades civiles a tratar al terrorismo con la seriedad debida, dejándola casi exclusivamente en manos de los militares. Pues bien, frente al dilema supuesto por la necesidad de compatibilizar la eficacia operativa con el respeto por las leyes vigentes y por los derechos ajenos, el gobierno estadounidense ha optado por una doctrina que preocupa a muchos juristas al otorgar a la CIA el derecho a matar extrajudicialmente a personajes sindicados como terroristas aun cuando se trate de ciudadanos norteamericanos que, en principio, están protegidos por la famosa quinta enmienda constitucional según la que ninguno será privado "de la vida, la libertad o la propiedad sin un debido proceso legal".

Para el presidente Barack Obama tales dudas carecen de importancia: festejó en público la muerte el jueves pasado de Anwar al Awlaki, un ciudadano norteamericano que fue alcanzado por un avión no tripulado en Yemen, como "un gran golpe contra Al Qaeda". Por lo demás, Obama está decidido a seguir eliminando a los líderes de la organización islamista más notoria y de otras afines dondequiera que se encuentren utilizando los célebres "drones" teledirigidos que ya han puesto fin a la vida de centenares de guerreros santos en zonas difícilmente accesibles de Pakistán y Afganistán. Puesto que Obama es considerado un progresista, quienes criticaban con virulencia a su antecesor, George W. Bush, por su afición a métodos expeditivos se han limitado a felicitarlo por su dureza en la "guerra contra el terror".
Lo mismo que sus equivalentes en nuestro país cuando distintas agrupaciones supuestamente revolucionarias robaban, secuestraban y asesinaban por motivos políticos, los legisladores y juristas norteamericanos han sido reacios a modificar el código legal para adecuarlo a las exigencias del desafío planteado por el terrorismo. Con razón, temen que cambios destinados a permitir que las fuerzas de seguridad puedan actuar con mayor contundencia contra sus enemigos terminen conculcando los derechos de quienes sólo son disidentes políticos, pero no pueden sino entender que es poco realista aferrarse a la noción de que, fronteras adentro por lo menos, sea posible luchar contra los terroristas como si fueran delincuentes comunes, ya que a diferencia de otros criminales lo que aspiran hacer es destruir el orden social imperante llevando a cabo atentados y matando indiscriminadamente a muchísimas personas. Aunque en los diez años que siguieron a la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York y una parte del Pentágono en Washington no se han concretado ataques comparables, docenas, quizás centenares, de intentos se han visto frustrados por la CIA, el FBI u otros. Por lo demás, nadie ignora que en cualquier momento podrían producirse atentados aún más cruentos que los de aquel 11 de septiembre en que murieron casi 3.000 personas.

Todo sería más sencillo si los terroristas llevaran uniformes; a virtualmente nadie se le ocurriría argüir que, a menos que sean capturados, los así identificados merecen un juicio justo. Pero aunque los miembros de Al Qaeda y otras organizaciones que comparten su ideología islamista son mucho más peligrosos para Estados Unidos y sus aliados que los soldados uniformados de ejércitos regulares, es raramente posible distinguirlos de civiles inocuos antes de que hayan perpetrado un atentado. No cabe duda de que Al Awlaki fue uno de los enemigos más violentos de Estados Unidos y otros países occidentales y que según las normas tradicionales era legítimo matarlo, pero sucede que según la ley estadounidense actual ser líder de una organización yihadista no es un crimen capital, de ahí la inquietud que sienten tantos juristas norteamericanos, incluyendo a muchos que, a diferencia de islamistas que son expertos en aprovechar en beneficio de los terroristas los tecnicismos legales y el compromiso con los derechos humanos de las democracias, son plenamente conscientes de la gravedad de la amenaza planteada por el islamismo militante.