Líderes desconcertados
La buena noticia es que todos los mandatarios del G8 –es decir, Estados Unidos, la Unión Europea, Canadá, Japón y Rusia– coinciden en que el crecimiento económico es positivo.
La mala es que nadie sabe muy bien cómo lograrlo sin ocasionar problemas aún más graves que los habitualmente causados por el estancamiento. La reunión que acaban de celebrar "los ocho" en Camp David, un lugar boscoso en el estado norteamericano de Maryland, culminó con una declaración ambigua en que los firmantes señalaron que medidas que serían apropiadas para países determinados no lo serían para otros.
Aunque todos reconocieron que las eventualmente adoptadas tendrían que ser "sólidas y sostenibles" ya que "la consolidación fiscal" no carece de importancia, también subrayaron que la creación de empleo ha de ser prioritaria. En otras palabras, la "cumbre" sólo sirvió para brindar a los asistentes una nueva oportunidad para hacer gala de su voluntad de defender lo que suponen son los intereses de sus propios países.
Mientras que la canciller alemana Angela Merkel sigue desempeñando el papel de una dura comprometida con la rectitud fiscal, el francés François Hollande representa el del mandatario convencido de que la austeridad es intrínsecamente perversa y el norteamericano Barack Obama y el británico David Cameron dejan saber que se sienten frustrados por la incapacidad de los gobiernos de la Eurozona para superar la crisis atribuible a la moneda única, ya que de culminar como tantos temen tendría un impacto muy fuerte en aquellos países que no la usan, incluyendo, desde luego, los anglosajones.
En el mundo desarrollado, pues, está dándose un debate, uno que es tradicional en nuestro país, entre los partidarios del manejo riguroso de las finanzas para ahorrarse problemas en el futuro y quienes opinan que en circunstancias determinadas es mejor reactivar la economía emitiendo más deuda e imprimiendo más dinero, de tal modo poniendo en marcha un "ciclo virtuoso" que terminaría beneficiando a todos.
Frente al estallido de la desocupación en muchos países, la mayoría actual está a favor de medidas de estímulo, lo que puede entenderse, pero esto no necesariamente quiere decir que se hayan equivocado los que, como Merkel y el grueso de sus compatriotas, advierten que sería muy peligroso confiar en las recetas keynesianas. A su juicio, las dificultades angustiantes de Grecia, España, Portugal e Italia y las que amenazan a Estados Unidos y el Reino Unido pueden atribuirse a la falta de rigor de una larga serie de gobiernos. Asimismo, a esta altura nadie ignora que detrás de las desgracias económicas hay una multitud de factores sociales y culturales, en especial los vinculados con tendencias demográficas adversas y los costos crecientes del Estado de bienestar, además de la globalización, que han contribuido a socavar la competitividad de los países más desarrollados.
A base de nuestra experiencia, podría decirse que tanto Merkel, que se opone a lo que un integrante de su gobierno suele llamar "keynesianismo craso", como Hollande, que quiere subordinar todo al crecimiento sin preocuparse por los detalles contables engorrosos, tienen razón, que a la larga el rigor fiscal es imprescindible pero que en vista de lo que está sucediendo en el sur de Europa hay que tomar medidas drásticas.
Sin embargo, de ser así, no habrá ninguna solución que sea política y socialmente aceptable para la crisis que tiene su epicentro en la Eurozona pero que también afecta a los demás países avanzados. Lo que quieren los dirigentes conservadores, socialistas y tecnocráticos actuales es regresar a la situación que parecía existir hace apenas cinco años, cuando la mayoría estaba convencida de que, merced al progreso tecnológico, la globalización y un gran esfuerzo educativo, siempre habría empleos abundantes y los países ricos siempre contarían con los recursos precisos para continuar expandiendo el Estado de bienestar a fin de cubrir las necesidades de todos los eventualmente perjudicados por los cambios vertiginosos que con toda seguridad seguirían produciéndose, pero ya parece evidente que se trata de un objetivo inalcanzable y que, mal que les pese, los líderes del mundo rico tendrán que prepararse para un futuro mucho menos cómodo que el previsto.
Aunque todos reconocieron que las eventualmente adoptadas tendrían que ser "sólidas y sostenibles" ya que "la consolidación fiscal" no carece de importancia, también subrayaron que la creación de empleo ha de ser prioritaria. En otras palabras, la "cumbre" sólo sirvió para brindar a los asistentes una nueva oportunidad para hacer gala de su voluntad de defender lo que suponen son los intereses de sus propios países.
Mientras que la canciller alemana Angela Merkel sigue desempeñando el papel de una dura comprometida con la rectitud fiscal, el francés François Hollande representa el del mandatario convencido de que la austeridad es intrínsecamente perversa y el norteamericano Barack Obama y el británico David Cameron dejan saber que se sienten frustrados por la incapacidad de los gobiernos de la Eurozona para superar la crisis atribuible a la moneda única, ya que de culminar como tantos temen tendría un impacto muy fuerte en aquellos países que no la usan, incluyendo, desde luego, los anglosajones.
En el mundo desarrollado, pues, está dándose un debate, uno que es tradicional en nuestro país, entre los partidarios del manejo riguroso de las finanzas para ahorrarse problemas en el futuro y quienes opinan que en circunstancias determinadas es mejor reactivar la economía emitiendo más deuda e imprimiendo más dinero, de tal modo poniendo en marcha un "ciclo virtuoso" que terminaría beneficiando a todos.
Frente al estallido de la desocupación en muchos países, la mayoría actual está a favor de medidas de estímulo, lo que puede entenderse, pero esto no necesariamente quiere decir que se hayan equivocado los que, como Merkel y el grueso de sus compatriotas, advierten que sería muy peligroso confiar en las recetas keynesianas. A su juicio, las dificultades angustiantes de Grecia, España, Portugal e Italia y las que amenazan a Estados Unidos y el Reino Unido pueden atribuirse a la falta de rigor de una larga serie de gobiernos. Asimismo, a esta altura nadie ignora que detrás de las desgracias económicas hay una multitud de factores sociales y culturales, en especial los vinculados con tendencias demográficas adversas y los costos crecientes del Estado de bienestar, además de la globalización, que han contribuido a socavar la competitividad de los países más desarrollados.
A base de nuestra experiencia, podría decirse que tanto Merkel, que se opone a lo que un integrante de su gobierno suele llamar "keynesianismo craso", como Hollande, que quiere subordinar todo al crecimiento sin preocuparse por los detalles contables engorrosos, tienen razón, que a la larga el rigor fiscal es imprescindible pero que en vista de lo que está sucediendo en el sur de Europa hay que tomar medidas drásticas.
Sin embargo, de ser así, no habrá ninguna solución que sea política y socialmente aceptable para la crisis que tiene su epicentro en la Eurozona pero que también afecta a los demás países avanzados. Lo que quieren los dirigentes conservadores, socialistas y tecnocráticos actuales es regresar a la situación que parecía existir hace apenas cinco años, cuando la mayoría estaba convencida de que, merced al progreso tecnológico, la globalización y un gran esfuerzo educativo, siempre habría empleos abundantes y los países ricos siempre contarían con los recursos precisos para continuar expandiendo el Estado de bienestar a fin de cubrir las necesidades de todos los eventualmente perjudicados por los cambios vertiginosos que con toda seguridad seguirían produciéndose, pero ya parece evidente que se trata de un objetivo inalcanzable y que, mal que les pese, los líderes del mundo rico tendrán que prepararse para un futuro mucho menos cómodo que el previsto.