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Las últimas horas del Potro Rodrigo y la foto que fue imposible conseguir

Los últimos momentos de la estrella contada en primera persona por uno de sus allegados.

Lo último que vi de Rodrigo fue su sonrisa y que me guiñaba un ojo. El Potro estaba franqueado por guardaespaldas y entraba a cenar a la cantina El Corralón. La puerta del boliche funcionaba como una frontera y esa noche del 23 de junio del 2000, al menos para mí, no quedaba nada por hacer. Me fui a dormir. A las 5.20 AM sonó el teléfono fijo y no se oyó del todo la campanilla, sino los truenos y la lluvia que en ese momento inundaban al Conurbano. Por supuesto atendí dormido. Del otro lado, mi jefe me dijo: "Se mató Rodrigo". Encendí Crónica TV y estaba la placa roja: "Murió el Potro". El 24 de junio del 2000 fue un amanecer muy triste en la Argentina.

Una hora después, estaba arriba de un remís esquivando charcos y camino a la morgue de Ezpeleta. Me habían pedido que consiguiera las fotos de la tragedia, de las últimas horas; que reconstruyera en imágenes todo lo que había sucedido. Pero en esa época, claro, no había teléfonos inteligentes ni redes sociales. Hace 19 años prácticamente nada era digital y el rastro de las cosas solía a lo sumo quedar guardado en las cámaras de los fotógrafos de la noche y de la policía, en este caso lamentablemente trágico.

Con Rodrigo me ocurría algo desconcertante. Era su momento. El pico de su popularidad. Por trabajar en una revista de chimentos, durante todo ese verano lo habíamos entrevistado una y otra vez en Mar del Plata, de día, de noche, con mujeres, con amigos, con la Alfano, con Marixa Bali, a solas, exaltado, tranquilo, con su madre, Beatriz Bueno, con su manager, José Luis Gozalo. Habíamos forjado una especie de relación amistosa, animada por su cuarteto vivencial y festivo que debo confesar que me gustaba. No éramos amigos. Pero nos saludábamos de manera amable cada vez que él aceptaba prestarse al juego del periodismo descarnado de farándula, que consistía en lo siguiente: el soltaba una barbaridad y nosotros encendíamos la trituradora mediática, imprimíamos en catástrofe y vendíamos escándalo.

Nuestra última entrevista había sido apacible, en el Parque Camet, debajo de lo que ahora recuerdo como una especie de sauce llorón. Estábamos la Tota Santillán, mi compañero Marcelo -un fotógrafo pura tripa, despiadado y buscador de la noticia-, Rodrigo y un caballo blanco. La idea, además de la nota, era que debíamos hacer fotos del potro encima del potro para que después fueran vendidas como "póster especial". Había sido el verano de la consagración y el brillo, y parecía increíble que ahora fuera todo tan sórdido y contrastante. Ahora, mientras amanecía nublado y barroso, un remisero conducía su Peugeot 405 por supuesto sin GPS a través de San Francisco Solano. Y yo, veinteañero e inocente, sin margen para dilemas éticos, íba en busca de las imágenes que toda la Argentina quería ver: las fotos de un cadáver.

Hay que contar la tragedia al menos en pocos párrafos. Un cable de aquel día lo hace cabalmente:

El popular cuartetero El Potro Rodrigo murió en un accidente cuando retornaba a Buenos Aires luego de brindar un show en City Bell. Además de Rodrigo, de 27 años, falleció en el choque Fernando Olmedo -hijo de Alberto Olmedo-, quien acompañaba al cantante en la camioneta Ford Explorer roja. En el mismo rodado iban la ex mujer del cantante Patricia Pacheco y su pequeño hijo Ramiro, de 4 años, que resultaron ilesos, además de Alberto Pereira y Jorge Moreno, que sufrieron heridas de poca consideración.

El hecho ocurrió a las 3.20 entre los kilómetros 24 y 25 de la Autopista La Plata-Buenos Aires, a la altura de Ezpeleta. Según los testimonios, el accidente se produjo cuando, tras pasar el puesto de peaje, en medio de una curva muy cerrada, el vehículo que manejaba Rodrigo fue sobrepasado por una 4X4 Blazer blanca con vidrios polarizados que, una vez delante, obstruyó el paso de la camioneta roja.

Rodrigo perdió el control y su vehículo dio varias vueltas sobre el pavimento. El cantante, que no llevaba puesto cinturón de seguridad, fue despedido y dio con su cabeza contra el pavimento, lo que le causó instantáneamente la muerte. En tanto Olmedo, que también cayó de la camioneta, sufrió gravísimos golpes en el tórax y el abdomen. Trasladado al hospital Evita Pueblo, falleció 40 minutos más tarde.

Los primeros peritajes determinaron que, al iniciarse los vuelcos, se habrían abierto las puertas de adelante y de atrás, lo que produjo la caída de las víctimas. Desde otra camioneta, amigos y músicos que acompañaron a Rodrigo, pudieron ver la Chevrolet Blazer blanca y denunciaron que había "encerrado al coche de Rodrigo y provocado el accidente". Sospechan de un atentado.

Era el final del tiempo del vértigo. Del perfil alto y del fin de la intimidad. Rodrigo venía en una relación ambivalente con la prensa. Había denunciado amenazas. Maradona quería cuidarlo; era su escudero. El cordobés de 27 años decía que lo querían matar y que por eso pensaba en retirarse. Pero aún así seguía prestándose al juego mediático. A donde quiera que fuera, además de guardaespaldas, siempre había cronistas y fotógrafos.

Ocho horas antes de su muerte, a las 17 del viernes 23 de junio, los periodistas chimenteros estábamos al acecho. Rodrigo llegaba hasta Canal 13 para grabar un envío de La Biblia y el Calefón, junto al maestro Jorge Guinzburg. El Potro estaba espléndido con su pelo teñido de azul. Era un consagrado. Vestía botas de cuero negras, pantalón de jean claro, remera negra y un chaquetón de cuero rojo. Así vestido, a las 22 de ese misma noche, entró a comer en El Corralón, el bodegón de los famosos ubicado en Anchorena y Avenida Córdoba. Esa fue la última vez que lo vi. Me guiña el ojo, me reconoce en su confusión de seguidores y presión mediática. "Eh, Mar del Plata", dice, aludiendo al recuerdo fresco de nuestros últimos encuentros. Mi jornada de trabajo termina.

Hay un vacío para mí entre ese momento y el llamado de las 5.20 en el que me anuncian su muerte. Es posible reconstruirlo. Rodrigo tiene un show en la bailanta Escándalo Bailable, de City Bell. Termina de cenar y a medianoche se sube a su camioneta Ford Explorer Roja, después de sacarse fotos con varios de los clientes del boliche. Se marcha junto a la mamá de su hijo, Patricia Pacheco, el hijo de ambos, Ramiro, y Fernando Olmedo, a quien invita a presenciar el recital. En otra camioneta lo siguen sus músicos. Entre la 1.15 y las 3 de la mañana, Rodrigo canta por última vez todos sus éxitos: Ocho cuarenta, Amor Clasificado, Soy Cordobés, Amor de Alquiler, Me extrañarás, Un largo camino al cielo...

Después, entonces, la tragedia. Y esa mañana Ezpeleta, como un destino.

Llegamos tarde y contra la competencia no había nada que hacer. Ellos eran una revista importante y tenían, además, plata para comprar fotos. Desde el interior del 405, vimos al hombre de la mochila gris. Sabíamos que era el mismo enviado que cada tanto aparecía, después de las muertes, por comisarías y morgues con el dinero para llevarse las imagenes. Di aviso de eso a la redacción. No recuerdo si usé un celular o llamé desde un teléfono público.

El director de la revista para la que trabajaba me ordenó que regresara. Arribé desahuciado y vencido. Teníamos que hacer un especial sobre la muerte de Rodrigo pero no teníamos con qué. Supimos entonces que a la vera del camino, a pocos metros del lugar del accidente, los fanáticos del Potro habían comenzado a dejar flores y cartas. Empezaba a nacer San Rodrigo, un santo pagano con altar en Berazategui. Volví a subir a un auto, esta vez un Duna. Al cabo de 40 minutos estaba en el kilómetro 26 de la autopista maldita.

Ya no había siquiera rastros del accidente y el tránsito volvía a hacer su trabajo de reiteración sobre el asfalto. Pero del otro lado de la banquina, más allá del guardarraíl y los pastos, la gente peregrinaba y dejaba cosas. Un joven desplegó un póster: era Rodrigo en el Parque Camet montado sobre un caballo blanco.

Es difícil encadenar una secuencia con otra. A 19 años de aquella fecha, los hechos se difuminan en una continuidad que no reconoce quiebres temporales. De repente, se está en un lugar y de repente, luego de una exhalación que ayuda a reconfigurar las imágenes pretéritas, se está en otro.

Pero es el final. A las 0.30 del 25 de junio, continúo trabajando. Una adrenalina de noticia en construcción me empuja a seguir adelante sin sentir cansancio. He conseguido con un hombre de la noche me reciba en su oficina. Estoy en esta localidad de nombre inglés, cuyos límites geográficos nunca terminan de estar claros: ¿dónde empieza y dónde termina City Bell?

La pista de Escándalo Bailable arde de gente que se divierte como si nada hubiera ocurrido. Es el año 2000, repito, un tiempo de frontera entre la cumbia melódica de los '90 (de Ráfaga, Volcán y Comanche) y el comienzo de la cumbia villera de post caída del gobierno de la Alianza. Algo de eso suena mientras camino entre los jóvenes de mi misma edad que bailan y consigo llegar hasta el escenario donde Rodrigo dio su último show. El dueño del boliche, de quien solo recuerdo el tamaño, me dice al oído y a los gritos:

-Fijate que arriba de la tarima está lleno de cartas que le tiraban las fans... juntá las que quieras y después subí a verme a la oficina...

Asiento y me lanzó a juntar cartas como si lloviera dinero. Sé que en la revista donde trabajo, las podremos escanear y utilizar como "documento exclusivo". Pero todavía me espera una perla más...

-Vení pibe, pasá, hacete amigo.

El dueño del boliche y tres o cuatro tipos más beben champagne sin parar. Me cuentan de la útima noche. No parecen tristes ni abatidos como los cientos de miles de fans de Rodrigo que cuentan las horas para asistir a su velatorio en Lanús. Se sienten como orgullosos de haber alojado al Potro en el último show.

-Un show histórico, ¿entendés pibe? Mirá...

Dice y saca una carpetilla con las 36 fotos reveladas de la última noche. Son de pésima calidad, pero de altísimo valor y, antes de partir con el rollo que el corpulento finalmente me cede, ya puedo saborear el título que imagino.