Las palabras y los hechos
La Presidente debería demostrar con algomás que discursos espasmódicos que deseasuperar la "manía nuestra de dividir"
Con las palabras nos entendemos. Y a veces nos entendemos a pesar de ellas, como ocurrió días atrás con el llamamiento de la Presidenta en Río Gallegos a fin de que los argentinos se unan y superen las divisiones entre ellos.
El problema no está en el llamamiento, sino en la flagrante contradicción entre las palabras que lo expresan y los hechos diarios que las superan.
"Yo, Sancho, nací para vivir muriendo", dice Cervantes en boca de Don Quijote, en una llamativa licencia literaria que expresa las fatigas y contrastes en una larga vida y contiene la implícita aceptación de la finitud insalvable de todo ser humano.
Pero una cosa es jugar con las metáforas, y sobre todo en el elevado juego de un escritor genial, y otra muy distinta la de arrastrarnos a la supuesta confusión de que con las palabras se pueden tapar los hechos que van a menudo, y con mucha más pertinacia, por caminos enfrentados.
¿A quien creer, pues? ¿A la Presidenta que hizo llegar desde el extremo sur y reiteró luego aquellas palabras que por principio han de sonar como melodía en cualquier sano espíritu republicano? ¿A la Presidenta que tantas veces se ha aferrado a un atril para lanzar las más infamantes imputaciones a quienes no piensan como ella? ¿O, por fin, a la Presidenta que silenció sus sentimientos -no difíciles de imaginar para no pocos- ante los gravísimos hechos del fin de semana contra la libertad de prensa en el país?
Estamos dispuestos a creerle lo que allí afirmó, pero también a exigirle la demostración, en un acto de perseverante continuidad mientras se halle en el poder, y aun después de que lo deje, de que su ánimo está a favor de la convivencia armónica entre los argentinos y no determinada a azuzarlos al enfrentamiento, el odio y hasta la violencia. "Quiero superar -dijo- esa Argentina enfrascada en discusiones que nos dividieron y enfrentaron? Tenemos que superar esa manía nuestra de dividir."
Pues bien, que ponga entonces la Presidenta el cuerpo y el alma en acción hacia ese rumbo. Si ha logrado de un tiempo a esta parte lubricar más de lo que nos tenía acostumbrados sus manifestaciones de oradora cargada de espontaneidades, y de los riesgos que las espontaneidades de tribuna acarrean, tiene por delante ahora la tarea más fácil de persistir en ese estilo al que se ha allanado. También, la algo más compleja labor de hacer compadecer las palabras con los hechos de su gobierno.
La realidad no se tapa con discursos, y menos con discursos espasmódicos. Nadie pretendió con más empeño ignorar esas reglas elementales de la vida en sociedad que el delirio comunista en sus setenta años de gobierno en la Unión Soviética. Los comunistas juraban que habían acabado con la escasez de alimentos. Tiempo no les faltó porque arruinaron con meticulosidad pasmosa, durante setenta años, la existencia de varias generaciones de rusos y de otros pueblos sometidos. Silenciaron por completo a la prensa, como algunos pretenden hacer hoy en la Argentina, pero el humor implacable de la sociedad terminó poniéndolos siempre al desnudo.
Un cuento famoso en Moscú, en aquellos años, presentaba a un ama de casa que preguntaba al carnicero si podía cortarle doscientos gramos de salame. "Sí -contestaba