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Las multitudes, ¿votaron con inteligencia?

*Por Alejandro González Escudero. Hay un interesante debate académico sobre quiénes toman mejores decisiones: ¿las multitudes o un individuo en soledad? La cuestión no está resuelta. Más allá de lo técnico, recordemos cuántas veces dijimos que la masificación es mala y que tras ella los barras bravas, por ejemplo, se esconden para cometer todo tipo de tropelías. Pero, en otro plano, solemos afirmar que los pueblos nunca se equivocan, refiriéndonos al valor de los resultados electorales. Entonces, ¿cuándo estamos en lo cierto?

Acerca de las bondades de las decisiones colectivas existe un famoso experimento que data de 1906 y fue realizado por el científico inglés Francis Galton, quien organizó en una feria de ganadería un concurso para acertar el peso de una res. Recibió casi 800 pronósticos sobre ese peso y después realizó cálculos estadísticos, donde el más sencillo, el promedio, demostró ser la mejor aproximación al peso real del animal. Este resultado sorprendió al científico, que previamente no confiaba en que las opiniones de un público mayoritariamente inexperto arrojaría un valor tan certero.

En “Cien mejor que uno” de James Surowiecki se dan muchos ejemplos sobre los casos en que las mayorías logran una performance colectiva superior a las que obtendría un único individuo decidiendo.

Por otra parte, las redes sociales logran aumentar el conocimiento, caso Wikipedia o Linux, y también pueden desarrollar mecanismos de defensa de los ataques oportunistas. La reputación de vendedores y compradores hace bastante confiable a la operación de los mercados virtuales. Junto con ello, pueden llevar adelante movimientos políticos fuera de las estructuras partidarias tradicionales (según Smart Mobs, obra de Howard Rheingold). Varias décadas atrás, Friedrich von Hayek, desde la economía, explicó la eficiencia de la libertad de mercados por sobre la planificación porque la suma de información de los agentes económicos para establecer precios superaba los datos que la autoridad central podía procesar.

Sin embargo, el peso de la irracionalidad de ciertas conductas colectivas lleva a que, aún quienes defienden esa clase de decisión, establezcan condiciones para que efectivamente esa bondad se produzca.

El requisito principal es la independencia de cada opinión respecto de la otra. Es decir, quienes efectúan su evaluación no deben estar influidos por los puntos de vista de otros ni les interesa especular con lo que opininará la mayoría.

Si no se cumplen estas condiciones, la eficiencia de ese proceso decisorio desaparece. La pérdida de la independencia que causa hasta la misma deliberación previa dentro de un grupo podría, así, conspirar contra una decisión correcta. Tendemos a creer que el debate mejorará el resultado de la decisión colectiva. Pero puede ocurrir que la dinámica del grupo tuerza los criterios de evaluación propios para adoptar en su lugar una posición gregaria y parecerse a los demás.

En un experimento en Berkeley, los profesores Anderson y Kilduff, armaron grupos de estudiantes con la tarea de resolver ejercicios matemáticos. Previamente indagaron acerca de la personalidad de cada participante. El resultado del experimento sorprendió. El liderazgo en cada grupo fue tomado por los alumnos de personalidad más fuerte, aunque no fueran los más capaces en matemáticas, y la estrategia que siguieron para encarar la forma de resolver los problemas no fue presionar a los demás, sino ser el primero en hablar y opinar. En el 94 % de los grupos la respuesta elegida fue la que primero se formuló.

Edward Glaeser, por su parte, escribió sobre psicología y mercados y sostuvo que se aceptan con más facilidad creencias erróneas cuando resultan agradables.

La insistencia de los políticos en realizar y difundir encuestas preelectorales y los resultados de las internas de agosto parecen haber consolidado, en estas elecciones nacionales, la importancia de tomar como referente la opinión de los demás por sobre la independencia de nuestros propios criterios.