Las encuestas, bajo sospecha
* Por Claudio R. Negrete. Los números pueden engañarnos. Una supuesta verdad incontrastable es capaz de transformarse en otra opuesta gracias a la credibilidad que confiere la perfección de las cifras.
Los números pueden engañarnos. Una supuesta verdad incontrastable es capaz de transformarse en otra opuesta gracias a la credibilidad que confiere la perfección de las cifras. Un acertijo ayuda a entender mejor la contradicción. Resulta que tres personas pagan 30 pesos por una cena en un restaurante. Al ser antiguos clientes, el encargado resuelve hacerles un descuento de 5 pesos. Pero el mozo decide, por su cuenta, devolver 1 peso a cada uno y quedarse con 2. Así, con el descuento cada cliente paga 9 pesos. Ahora, resulta que 9 por 3 es 27, más los 2 pesos que se quedó el mozo, el total llega a 29 pesos. Entonces, ¿dónde está el peso restante? (El error está en que en lugar de sumarles a los 27 pesos los 2 pesos que se quedó el mozo hay que restarlos, porque se los quedó. Entonces quedan en limpio los 25 pesos reales que debieron pagar los comensales tras los 5 pesos de descuento que recibieron.)
Muchos resultados de las encuestas políticas-electorales suelen encubrir esta clase de trampas. Se hacen planillas y cálculos estadísticos que luego son presentados como verdades únicas con la intención de explicar una realidad que siempre beneficia al que las paga y difunde. Y como en muchas otras actividades de la vida pública nacional, aquí también se ejercita el doble discurso. En público se niega que esto exista pero en privado todos lo admiten.
Las sospechas volvieron a aparecer en las últimas elecciones a jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Con algunas excepciones, como por ejemplo las consultoras Poliarquía y Giacobbe y Asociados, que fueron las que más se acercaron al resultado final, la mayoría de las encuestadoras difundieron cifras que daban una diferencia entre Mauricio Macri y Daniel Filmus de 10 puntos o menos; incluso las kirchneristas se animaron a predecir que los separaban sólo 5 puntos. Terminó ganando el candidato de Pro por casi 20 puntos. En mayo, en la elección de candidatos a gobernador de Santa Fe, la sorpresa la dio el humorista Miguel del Sel, que llegó tercero muy cerca de los ganadores. Las encuestadoras exhibían una intención de voto de entre 6 y 7%, cifra que el actor duplicó. A principios de julio, en la segunda vuelta de la elección a gobernador de Tierra del Fuego, para las encuestadoras del gobierno nacional estaba asegurado el triunfo de la candidata kirchnerista Rosana Bertone, tras haber ganado la primera vuelta por 9 puntos, sobre la gobernadora Fabiana Ríos. Sin embargo, Ríos se impuso por algo más de un punto.
Más atrás en el tiempo, en 2006, con motivo del intento de reforma constitucional para permitir la reelección de gobernador, en las constituyentes de Misiones las encuestadoras oficialistas difundieron sondeos que marcaban un claro triunfo del gobernador Carlos Rovira. Pero terminó ganando el obispo Joaquín Piña con una diferencia también de más de 10 puntos. Y aquella noche negra de julio de 2009 el mismísimo encuestador Roberto Bachman, como vocero de campaña de Néstor Kirchner, encabezó la rueda de prensa para decir que el ex presidente ganaba por 3 puntos cuando ya se sabía que había perdido la elección frente a Francisco de Narváez. En este caso también Poliarquía se diferenció del resto dando como ganador al empresario.
Estas son sólo algunas de las evidencias de que los encuestadores políticos se equivocan seguido a veces por impericia y otras, cabe la duda, en forma deliberada. Y sus errores de cálculo son tapados con explicaciones técnicas y políticas que casi siempre ponen la culpa afuera. Explican la volatilidad del electorado y sus actitudes cambiantes, las migraciones de preferencias y el trillado "más-menos" que para el caso de la elección porteña perdió toda vigencia como excusa. ¿Para qué difundir encuestas ante tal grado de precariedad metodológica? Cabe pensar que, entonces, los resultados y argumentos de las reiteradas equivocaciones bien pueden ser interpretados como parte de operaciones políticas encubiertas.
Como ocurre con los hechos de corrupción, con la manipulación de las encuestas políticas tampoco se encontrará documento alguno que lo certifique. De hecho, el público recibe los resultados por los medios sin ser debidamente informado acerca de cómo fueron obtenidos, el perfil socioeconómico de los consultados, en qué lugar geográfico específico se hizo, qué clase de preguntas se efectuaron para conocer si las respuestas fueron espontáneas o inducidas hacia un resultado previamente establecido. Y lo más importante: quien la pagó.
Quedan pocas dudas para la sociedad argentina de que las encuestas electorales ya son parte de las estrategias de campaña. Cuanto más poderoso sea el grupo que las encarga (sobre todo los gobiernos en todos los niveles, con cuantiosos presupuestos y creciente tendencia a la manipulación de la opinión pública) mayor influencia tendrá para impregnar al votante con porcentajes que serán tapados por los resultados.
Hay un principio básico para entender el problema. Un estudio de mercado o encuesta de opinión pública no debería hacerse con el único objetivo de su rápida difusión mediática para figurar en un marketinero ranking de ganadores y perdedores. Sus realizadores deberían manejarse con principios éticos profesionales y no comerciales, y menos aún pragmáticos. Lo ideal, deberían ser prescindentes del objeto de estudio. Sus resultados, un insumo esencial para adoptar decisiones y cambios de estrategias de campaña. Es decir, es información estadística y analítica útil hacia dentro de la organización, que sabrá aprovecharla para ajustar sus legítimas ambiciones políticas. Si no fuera así, algunas preguntas caen de maduro. Por ejemplo: ¿qué interés y utilidad directa tiene para la vida concreta del ciudadano saber cuál es la imagen de un candidato o proyecto de candidato que, incluso, hasta pudo haber cambiado al momento de aparecer en los medios? "Es una foto de un instante determinado", suelen explicar los encuestadores. Entonces, ¿qué sentido tiene abrumar durante años a la sociedad con encuestas "de un momento determinado" sobre la imagen de políticos cuando las prioridades sociales suelen ser otras? ¿Por qué las usinas de su difusión siempre provienen de quienes mejor posicionados están en los resultados que se exhiben? ¿Alguien vio a un encuestador explicar por televisión por qué pierde su candidato-contratador? Y por último, si no se publicaran encuestas electorales, ¿la ciudadanía no sabría a quién votar?
En este mercado hay un grupo dominante, por número y facturación, que marca tendencia y trabaja en el corazón del mismo poder político y económico del país, es decir, Buenos Aires. Se estima que son una docena de encuestadoras políticas que operan desde la Capital moviendo un negocio anual promedio de 15 millones de pesos. El atractivo no es sólo económico, sino también la exposición mediática que la actividad ofrece, incomparable a otras. El circuito virtuoso se potencia con una sociedad mediatizada y farandulera. El creciente protagonismo público gracias a los medios facilita otros negocios; así, muchos encuestadores se han transformado en analistas políticos y estrellas que desfilan por televisión, radio, diarios y revistas de actualidad explicando números que difícilmente puedan ser recordados por las audiencias, a excepción del mensaje conceptual que se quiere instalar: quién gana y quién pierde. Es obvio que muestran lo que resultan ser en la realidad: armas publicitarias disfrazadas de estudios sesudos de opinión pública.
Durante los dos mandatos del presidente Carlos Menem, las encuestadoras políticas fueron ganando cada vez más espacio. Pero ningún otro gobierno como los ejercidos por el matrimonio Kirchner las llevó al rango de política de Estado, incorporándolas a la gestión y a su estrategia de acumulación de poder. El primer indicio fue en los albores del gobierno de Néstor Kirchner, y fue por la necesidad de instalar una figura presidencial fuerte tras haber asumido con sólo el 22% de los votos. Entonces, su jefe de Gabinete se encargó de contactar a todas las encuestadoras del mercado para convocarlas a trabajar alineadas a su objetivo comunicacional. El rol de reclutador le cupo a la consultora Equis, que desde entonces sigue siendo una fiel servidora de este sistema, que se mantiene activo. Durante los cuatro años de ese gobierno, las encuestadoras oficiales difundieron encuestas semanales y mensuales que permitieron instalar una creciente imagen positiva de Kirchner, llegando a valores de entre el 70 y el 80%, cifra que ni el propio Perón hubiese conseguido.
Testigos privilegiados que supieron participar de esta logia de encuestadoras oficialistas suelen contar que con el tiempo las relaciones se han vuelto más que simbióticas y carnales. Según confiesan, es común que el funcionario ordene: "Necesitamos estar diez puntos por arriba del resto de los candidatos. Ponele precio". Incluso se dice que es habitual que los encuestadores dejen la planilla en blanco para que el jefe ponga el resultado final. Ser encuestador oficial tiene otros beneficios. Permite calificar para la realización de encuestas de ministerios, organismos públicos y sindicatos. Con la misma información venden sus trabajos de consultoría y conferencias a empresas.
Sería injusto estigmatizar de operadoras políticas a todas las encuestadoras del país. Las hay responsables a la hora de aportar análisis y datos. Son las que optan por un perfil bajo.
Como ocurre con las metodologías utilizadas por las consultoras privadas de economía que miden la inflación, y hasta con los ratings televisivos que hace Ibope, sería oportuno que las encuestadoras políticas sean puestas bajo la lupa de la credibilidad social, sometiéndolas a los mismos controles de calidad técnica que se exige a los otros. Esto es, transparentar el funcionamiento de este sector que incide en la construcción de la confianza y el imaginario social. Llama la atención que hasta el momento nadie se haya animado a confeccionar un historial de sus predicciones y confrontarlas con la realidad. Así, la sociedad podría tener información precisa y comparada acerca de la efectividad de sus trabajos. Y bajaría la posibilidad de la sospecha y el engaño. Si no, corremos el riesgo de que se perpetúe la conclusión a la que llegó uno de los encuestadores más mediáticos del país, quien, para justificar su floreciente negocio, suele decir en privado: "En la Argentina hay más mercado para la mentira que para la verdad".