Las elecciones del 14 de agosto
*Por Enrique Liberati. Cuando valoramos estamos en el campo de las opiniones, de la percepción individual de la realidad, que no es ni verdadera ni falsa. Percibimos aquello que ponemos en consideración como justo o injusto, adecuado o inadecuado, despertando nuestra adhesión o rechazo.
La interpretación de la realidad responde a los criterios de relevancia que cada uno de nosotros –por condicionamiento cultural o por intereses selectivos– supone prioritarios frente a las otras opiniones. Entender el resultado de las últimas elecciones como lo bueno, lo mejor, lo verdadero en sentido objetivo contiene un error conceptual muy grave. La obtención del 50% de los votos por parte de una fuerza política no significa que ésta sea superior ni que su política sea acertada; simplemente, que la mitad de los votantes manifestó su preferencia. Ser mayoría no implica ser mejor. En síntesis, la explicación sobre la respuesta del electorado tiene un carácter relativo, interpretativo, opinable, polémico, y no puede sustraerse de la humana carga valorativa del sujeto que analiza.
Alguien podría observar que esta forma de razonar atenta contra la democracia; en absoluto: pretender tener la visión "verdadera" de lo que es justo o correcto sin recurrir a los números que nos ofrece la democracia nos lleva directamente a los Videla o los Castro. La democracia no puede resolver el problema conocido como el abismo lógico: en nuestro caso, de una cantidad no es posible sacar conclusiones valorativas. Sin embargo, es el menos malo de los sistemas de gobierno y debemos aceptarlo y defenderlo como el mejor modo posible del ejercicio del poder que atesora el ciudadano.
Una situación aporética
Entendemos como aporía una contradicción que no puede superarse, que resulta de un conflicto sin solución.
El orden democrático encierra una serie de aporías propias del funcionamiento autoritario de quienes ejercen el poder; parece que los abusos son inevitables cualquiera sea el partido que detente la autoridad pública. En lugar de administrar y gestionar las tareas de gobierno, disponen de los bienes del Estado de acuerdo con sus intereses políticos. Desde tiempos inmemoriales padecemos este conflicto sin solución y, lo más grave, atropellan a las minorías pensando que la mayoría los habilita para modificar las reglas del sistema, destruyendo las instituciones axiales del modelo republicano. Esta forma de gobernar con acciones demagógicas les permite conseguir mayor respaldo y otras consecuencias lamentables para el ideal democrático.
Una lectura del resultado
Aclaradas las limitaciones de las que no estamos exentos, intentaremos algunas explicaciones. El gobierno nacional actual está recogiendo los frutos de su política sistemática de atropello a las instituciones republicanas (del latín res pública, "la cosa pública, lo público") cuando decide utilizar el dinero de toda la ciudadanía para acrecentar su poder. Veamos los ejemplos: administración de planes asistenciales por parte de sus punteros políticos, ejercicio del populismo dirigido por Hebe de Bonafini y sus socios, uso de la billetera presidencial para sostener y apoyar a los obsecuentes oportunistas sin principios que el gobierno disciplina creando una categoría aporética como los "radicales K", violación de la Constitución alegremente mediante el cajoneo de la ley de coparticipación, que anula las autonomías provinciales; persuasión a legisladores de la oposición para acompañar los proyectos del oficialismo, manipulación deliberada de las cifras del Indec, fútbol para todos con propaganda mentirosa para asegurar su continuidad en el poder, modificación del Consejo de la Magistratura, coerción o amenaza a los jueces para asegurar la impunidad y los pronunciamientos benévolos con el sector oficialista, desidia frente al avance del narcotráfico y, acaso la más grave y fructífera degradación institucional, los 113 medios de propaganda de gestión que conforman los multimedios K.
Repetimos, con el dinero del Estado se acrecienta el poder político del actual gobierno nacional apuntalando su continuidad, con un mensaje vago y demagógico: el modelo igualitario. Por todo ello y con la sospecha de irregularidad electoral, acrecentado por la negativa gubernamental de implementar la boleta única, se demuestra que no está en el ánimo de nuestros gobernantes respetar la democracia ni el federalismo y menos aún el sistema republicano. El resultado de las elecciones nos muestra que el manejo retorcido del poder rinde sus frutos.
Única salida con un gigantesco obstáculo ¿Cómo se sale de esta degradación política? Mediante la modificación de la Constitución en su segunda parte: Autoridades de la Nación. Allí debe prohibirse toda forma de reelección: a la presidencia, a los diputados y a los senadores; sólo pueden ocupar esos cargos una sola vez en su vida, extendiendo esta prohibición a las asociaciones profesionales, a las entidades autárquicas y a toda otra empresa pública en su nivel directivo. De esa manera nos acercamos al ideal de la democracia, es decir, a la mayor participación ciudadana y al control republicano de la cosa pública.
El obstáculo reside en la clase política; es impensado que se autolimiten, ya se trate de los gobernantes actuales como de los miembros de la oposición. Parece como constitutiva de la naturaleza humana esa inclinación al poder y al dinero, y por mucho que el pueblo luche no cambiará esas reglas del sistema. Sin embargo, nos queda una pequeña luz de esperanza. Si apareciera un político que enarbolara las banderas de la democracia directa, proponiendo prohibir toda especie de reelección, y este candidato consiguiera una mayoría aplastante en las urnas, quizás, sólo quizás, el pueblo pueda recuperar el poder.