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Las dos ilegalidades

* Por Dante Augusto Palma. Las siguientes líneas intentarán acometer con el temerario desafío de poder reunir en una misma nota una idea que pueda dar cuenta, por el mismo precio, de la problemática del trabajo esclavo y de la inseguridad.

No resultará fácil pues la intención es no caer en lugares comunes ni regocijarse en lo políticamente correcto para indignarse de lo que uno no puede dejar de indignarse.

Por supuesto que no se perderá tiempo en intentar aportar razones para, eligiendo al Presidente de la Sociedad Rural Argentina, Hugo Biolcati, como interlocutor, discurrir acerca de la definición de lo que consideramos esclavo como si tal cosa pudiera agregar algo a la imagen de decenas de trabajadores en negro durmiendo en cuchetas de chapa como si fueran gallinas mientras se les obliga a ingerir comida vencida vendida por la misma empresa a precios que sorprenderían hasta a la más opositora consultora privada que mida la inflación. Si bien el carnaval de complicidad del "Momo" Venegas y del sindicato que preside, amerita que no se ahorre un litro de tinta en remarcar obsesivamente la situación de explotación inhumana que reciben estos ciudadanos argentinos, se sugiere que para informarse mejor sobre el asunto se apele a las excelentes investigaciones periodísticas que lleva adelante tanto esta revista como los diarios que hicieron tapa con la noticia.

Con todo, permítase el vicio de la pregunta incómoda, esto es, ante tan pingüe negocio ¿es entendible que las empresas, por ahorrarse los pesos de los aportes que supone el "blanqueo", sometan a hombres y mujeres a tales vejámenes? La respuesta, me temo, no es económica sino cultural. En otras palabras, aun cuando el Estado le otorgara todas las facilidades hasta llegar a devoluciones que impliquen un costo cero para la empresa, existe una idea profundamente arraigada en vastos sectores de la sociedad en la cual se basa la suposición de que "estas gentes no se merecen más que esto". Con un Freud que se frotaría las manos desde su tumba, alcanza con escuchar a los principales representantes de la Mesa de Enlace para leer entre líneas e inferir que lo que creen es que "los negros merecen estar en negro". Es la mirada de los patrones de estancia y de las familias herederas de los patrimonios y los ideales aristocráticos que dominaban nuestra nación durante el centenario la que cree que el único negro que merece blanquearse es Michael Jackson.

En lo que respecta a la "inseguridad", en este mismo espacio se ha trabajado el tema, especialmente en lo que tiene que ver con su última manifestación, esto es, la cuestión de la edad de imputabilidad. En este sentido cabe recordar que quien escribe estas líneas sostiene que  los verdaderos inimputables son los adultos que agitan el tema e insidiosamente instalan que allí está el fin de todos los problemas de los argentinos. Lo que desde aquí se augura es que el espasmo durará hasta un próximo hecho escabroso o un alerta naranja con caída de granizo.

Pero el principio de la nota anticipaba que se iba a trabajar una idea que pudiera dar cuenta de estas problemáticas y tal idea tiene que ver con dos formas de entender la ilegalidad. Para esto nos serviremos, una vez más, de un comentario que Michel Foucault enunciara en su libro Vigilar y castigar, texto que quien sigue esta columna semanalmente sabrá que es de consulta más o menos permanente.

Para Foucault, la segunda mitad del siglo XVIII marca un quiebre que resultará de sumo  interés para entender la actualidad. Se trata de lo que podría llamarse un cambio en el objetivo de la ilegalidad de las clases bajas. Mientras antes se trataba de luchar contra los agentes del fisco, la segunda mitad del Siglo de las Luces parece caracterizarse por el aumento significativo de los hurtos y del robo, es decir, de atentados contra la propiedad. Seguramente como parte de un nuevo tipo de sociedad (la burguesa) y de una lógica de acumulación de riqueza que se suma a la explosión y concentración demográfica que supuso la revolución industrial, el objetivo central del delito de los pobres, pasa a ser los bienes de los pudientes. De este modo, se vuelve necesaria una nueva ingeniería penal que dé cuenta de este tipo de ilegalidad y que la castigue "con toda la fuerza de la ley": los sistemas jurídicos actuales son una extensión de las transformaciones que comenzaron a darse por aquella época.

Sin embargo, hay otra forma de ilegalidad, aquella que generalmente es soslayada por los que otrora se excitaban con el aumento del Riesgo País y consideraban que una dictadura como la egipcia era un espacio en el que, si bien no había lugar para los derechos civiles y políticos, existía un admirable clima de negocios y una orgásmica seguridad jurídica. Decir que hay "otra" ilegalidad  supone poder distinguir y clarificar para afirmar que también las clases acomodadas tienen su propia forma de estar fuera de la ley. En este sentido, mientras el botín de los pobres son los bienes, el botín de los ricos son los derechos. ¿Qué significa esto? En términos de Foucault, la burguesía se reserva el derecho de eludir los reglamentos que ella mismo creó para de ese modo garantizarse un espacio económico de libre circulación de mercancías capaz de ser impermeable a la intervención estatal. Este espacio de la ilegalidad de las clases acomodadas redunda en leyes penales que enfrentan los delitos de evasión, contratos abusivos con los empleados o transacciones irregulares –con una permisividad que, a veces, sorprende más de lo que indigna.

A partir de esta idea de una forma de la ilegalidad propia de los sectores económicamente beneficiados es posible entender la catarata de titulares que busca instalar una presión fiscal aparentemente "expropiatoria", o sin ir demasiado lejos, la discusión en torno a los derechos de exportación. También puede dar cuenta de esa obsesión opositora ante la recaudación estatal, peyorativamente rebautizada como "caja": esto es, ante un espacio donde el poder de turno pueda meter la mano discrecionalmente. Por último, quizás ayude a explicar la disputa en torno a las reservas del Banco Central de la República Argentina (BCRA) y a su naturalizada y acrítica independencia.

El mapa de las dos ilegalidades, entonces, deja a la clase baja el espacio para desarrollar su actividad delictiva en torno a los bienes, a la vez que genera un sistema de penalidades que castiga fuertemente todos los atropellos contra la propiedad. Por el otro lado, a las clases aventajadas se les reserva el monopolio de la ilegalidad de los derechos amparados en la tolerancia de hecho o en penalidades irrisorias, las cuales, a su vez, se enmarcan en un complejo discurso que define toda intervención estatal como una actividad distorsionadora de los espacios "naturales" entre los que se mueve sanamente el capital.

Ojalá esta elaboración, entonces, permita dos cosas. En primer lugar, entender que la problemática de la inimputabilidad de los menores y el trabajo esclavo como fenómeno cultural que redunda económicamente son dos caras de las mismas sociedades modernas, es decir, sociedades profundamente desiguales. Y, en segundo lugar, echar algo de luz para comprender por qué un pendejo de 15 años que, bajo el efecto de una droga barata, roba un kiosko, esté preso, mientras que empresarios evasores (a veces bajo el efecto de drogas caras) que estafan al Estado y mantienen ciudadanos en situación de esclavitud pueden abusar de unas cautelares y de la complicidad de algunos jueces para usufructuar los intersticios de un sistema jurídico que, frente a este tipo de delitos, se muestra sorprendentemente permisivo.