Política
Las defensas democráticas
* Por Lucas Arrimada. La mejor defensa de las instituciones democráticas no está vinculada con la protección judicial, ni con las cláusulas que quitan toda legitimidad a los golpes de Estado, sino a la democracia como una forma de vida social.
En el año 2010 se cumplieron 80 años del golpe de Estado que desató una larga secuencia de rupturas institucionales y violencia política a lo largo de la historia argentina del siglo XX. Así, los primeros pasos y las conquistas sociales de la apertura del sistema político en la república radical tuvieron su abrupto final con el ascenso de la reacción del poder oligárquico de corte autoritario. Como todo golpe militar, fue impulsado por una alianza compleja de la élite política y social, representada típicamente, en esos tiempos, por algunos sectores de la prensa y el poder económico concentrado. Desde sus esferas de influencia, estos actores serán los que intentarán dar legitimidad retórica a la irrupción de la manu militari en el –recientemente estrenado– escenario de la república constitucional.
En ese contexto, cabe recordar con especial énfasis, encontramos la tristemente famosa Acordada del 10 de septiembre de 1930, por la cual la Corte Suprema de la Nación convalidó rápidamente el golpe de Estado contra las autoridades constitucionales. Su dictado significó el comienzo de una etapa en la que el Poder Judicial, como supuesto árbitro de un –tibio– diseño republicano, en lugar de resguardar la supremacía constitucional o proteger los derechos políticos de la república, legitimaba la ruptura institucional y aceptaba participar en dictaduras abiertamente ilegales e ilegítimas. Las garantías constitucionales se suspendían y la violación masiva de derechos básicos era consolidada por la inefectividad –o cómplice pasividad– de los recursos judiciales que se presentarán para reclamar protección.
Sin duda, el "reconocimiento" de la legalidad de un acto de fuerza en gobiernos surgidos de la ilegitimidad más evidente es una de las mayores tragedias históricas en la memoria de las instituciones. Esa doctrina de facto tendrá efectos perdurables y nocivos en nuestro desarrollo constitucional, legislativo y hasta en la educación legal de generaciones. Por aquellos tiempos, los dictadores se hacían llamar "presidentes" y el Poder Ejecutivo era "provisional". Mientras tanto, el Congreso, que era –incluso en ese tiempo de pobre republicanismo– el órgano más representativo e inclusivo –a pesar del grado de hermetismo o clasismo– se clausuraba por años o era restablecido mediante elecciones con partidos políticos mayoritarios proscriptos y/o abiertamente fraudulentas, que recordaban etapas supuestamente superadas del orden conservador. El panorama en la sociedad y sus órganos políticamente activos no podía ser peor. Universidades y sindicatos intervenidos, actividad política prohibida y persecución política abierta, nula libertad de expresión y libertad de reunión restringida, habeas corpus menoscabado y garantías constitucionales violadas. De esta forma, la sociedad, empujada por la élite política y militar, entró en una etapa de gobiernos autoritarios en los que toda política mayoritaria quedó suspendida y todo derecho político en el limbo.
Mientras cualquier institución con legitimidad electoral estaba en crisis ante un ataque al Estado de Derecho -sobre todo Presidentes pero también intendentes o concejales-, la gran estructura del Poder Judicial se mantuvo estable o fue nuevamente una aliada estratégica. La Acordada de la Corte de 1930 se reafirmará, por ejemplo, en el golpe de 1943. Fueron más las continuidades que las discontinuidades después de cada ruptura. Lamentablemente, ese dato no debe sorprender, ni histórica ni actualmente.
En el final de la primera década del siglo XXI, en contra de lo que se puede pensar, observamos que los golpes de Estado no son piezas arqueológicas del museo de la memoria, sino tristes y dolorosas realidades. Luego de tragedias históricas y de enormes cicatrices en la memoria colectiva latinoamericana, resulta preocupante que nuevamente en Honduras una Corte Suprema haya convalidado y –junto a otros actores– concertado un golpe de Estado. Se repitió la historia de las cortes supremas que en lugar de realizar esfuerzos políticos e institucionales por el Estado Democrático de Derecho, por soluciones no violentas de las tensiones e intensos conflictos en el marco de las instituciones democráticas, parecen promover junto con otros protagonistas –las fuerzas armadas y la oposición–, las interrupciones de los gobiernos constitucionales, colaborando con las "transiciones forzadas", aceptando políticamente e impulsando judicialmente al "nuevo gobierno". Una vez más, en lugar de garantizar las precondiciones del autogobierno colectivo, de reclamar (más) legitimidad y legalidad, se intenta dar un escudo legal, una ficticia legalidad, a la más pública y frontal ilegitimidad.
Tomando en consideración lo que sucedió el pasado año en Ecuador y en sintonía con la decisión de incluir la "cláusula democrática" en diferentes órganos regionales, cabe preguntarse si los máximos tribunales latinoamericanos seguirán con el patrón de débil compromiso con mínimos estándares de legitimidad democrática, como el caso de Honduras pareció reforzar –incluso si justificase su actuar apelando a supuestas defensas republicanas– o si dicho patrón está cambiando. En otras palabras, ¿Lo sucedido en Honduras será un anacronismo propio de lo peor del siglo XX –esto es, golpes de Estado, rupturas democráticas y violaciones sistemáticas de derechos– o, por otra parte, será una nueva etapa en el clásico rol de las Cortes frente a las futuras "transiciones forzadas" y nuevas modalidades de golpes de Estado en el siglo XXI?
Más allá de toda respuesta posible, es claro que la mejor defensa de las instituciones democráticas no está íntimamente vinculada con la protección judicial, ni con las bienintencionadas cláusulas que específicamente quitan toda posible legitimidad y legalidad a indeseables golpes de Estado, sino que está unida inseparablemente a la democracia como una forma de vida social. Las prácticas democráticas, la movilización política de mayorías y el ejercicio de los Derechos Humanos, como motores de tensiones y diálogos, son la garantía social para la protección de la legitimidad del gobierno y de los derechos de la sociedad.
Cuando la cultura política de la sociedad, en todas sus esferas –a pesar de cualquier diversidad interna– incorpora en sus prácticas sociales, en sus partidos, en sus organizaciones civiles y en sus instituciones políticas a la democracia y al respeto de la legitimidad democrática que conlleva mayor legalidad democrática, la posibilidad de que cualquier crisis política y económica devenga en quiebres abruptos se reduce de forma notable.
Así como, a lo largo del pasado año, la comunidad GLTTB tomó la igualdad y los derechos constitucionales, y los estudiantes secundarios y universitarios tomaron el derecho a la educación y protesta; los movimientos sociales y los operadores comunitarios de los Derechos Humanos en las últimas tres décadas han tomado con compromiso el lenguaje de la ley, utilizando este registro políticamente, en el mejor de los sentidos, para expandir los espacios de legitimidad democrática, mejorar las precondiciones sociales de la democracia y reforzar los siempre frágiles derechos contra cualquier amenaza del pasado.
En ese contexto, cabe recordar con especial énfasis, encontramos la tristemente famosa Acordada del 10 de septiembre de 1930, por la cual la Corte Suprema de la Nación convalidó rápidamente el golpe de Estado contra las autoridades constitucionales. Su dictado significó el comienzo de una etapa en la que el Poder Judicial, como supuesto árbitro de un –tibio– diseño republicano, en lugar de resguardar la supremacía constitucional o proteger los derechos políticos de la república, legitimaba la ruptura institucional y aceptaba participar en dictaduras abiertamente ilegales e ilegítimas. Las garantías constitucionales se suspendían y la violación masiva de derechos básicos era consolidada por la inefectividad –o cómplice pasividad– de los recursos judiciales que se presentarán para reclamar protección.
Sin duda, el "reconocimiento" de la legalidad de un acto de fuerza en gobiernos surgidos de la ilegitimidad más evidente es una de las mayores tragedias históricas en la memoria de las instituciones. Esa doctrina de facto tendrá efectos perdurables y nocivos en nuestro desarrollo constitucional, legislativo y hasta en la educación legal de generaciones. Por aquellos tiempos, los dictadores se hacían llamar "presidentes" y el Poder Ejecutivo era "provisional". Mientras tanto, el Congreso, que era –incluso en ese tiempo de pobre republicanismo– el órgano más representativo e inclusivo –a pesar del grado de hermetismo o clasismo– se clausuraba por años o era restablecido mediante elecciones con partidos políticos mayoritarios proscriptos y/o abiertamente fraudulentas, que recordaban etapas supuestamente superadas del orden conservador. El panorama en la sociedad y sus órganos políticamente activos no podía ser peor. Universidades y sindicatos intervenidos, actividad política prohibida y persecución política abierta, nula libertad de expresión y libertad de reunión restringida, habeas corpus menoscabado y garantías constitucionales violadas. De esta forma, la sociedad, empujada por la élite política y militar, entró en una etapa de gobiernos autoritarios en los que toda política mayoritaria quedó suspendida y todo derecho político en el limbo.
Mientras cualquier institución con legitimidad electoral estaba en crisis ante un ataque al Estado de Derecho -sobre todo Presidentes pero también intendentes o concejales-, la gran estructura del Poder Judicial se mantuvo estable o fue nuevamente una aliada estratégica. La Acordada de la Corte de 1930 se reafirmará, por ejemplo, en el golpe de 1943. Fueron más las continuidades que las discontinuidades después de cada ruptura. Lamentablemente, ese dato no debe sorprender, ni histórica ni actualmente.
En el final de la primera década del siglo XXI, en contra de lo que se puede pensar, observamos que los golpes de Estado no son piezas arqueológicas del museo de la memoria, sino tristes y dolorosas realidades. Luego de tragedias históricas y de enormes cicatrices en la memoria colectiva latinoamericana, resulta preocupante que nuevamente en Honduras una Corte Suprema haya convalidado y –junto a otros actores– concertado un golpe de Estado. Se repitió la historia de las cortes supremas que en lugar de realizar esfuerzos políticos e institucionales por el Estado Democrático de Derecho, por soluciones no violentas de las tensiones e intensos conflictos en el marco de las instituciones democráticas, parecen promover junto con otros protagonistas –las fuerzas armadas y la oposición–, las interrupciones de los gobiernos constitucionales, colaborando con las "transiciones forzadas", aceptando políticamente e impulsando judicialmente al "nuevo gobierno". Una vez más, en lugar de garantizar las precondiciones del autogobierno colectivo, de reclamar (más) legitimidad y legalidad, se intenta dar un escudo legal, una ficticia legalidad, a la más pública y frontal ilegitimidad.
Tomando en consideración lo que sucedió el pasado año en Ecuador y en sintonía con la decisión de incluir la "cláusula democrática" en diferentes órganos regionales, cabe preguntarse si los máximos tribunales latinoamericanos seguirán con el patrón de débil compromiso con mínimos estándares de legitimidad democrática, como el caso de Honduras pareció reforzar –incluso si justificase su actuar apelando a supuestas defensas republicanas– o si dicho patrón está cambiando. En otras palabras, ¿Lo sucedido en Honduras será un anacronismo propio de lo peor del siglo XX –esto es, golpes de Estado, rupturas democráticas y violaciones sistemáticas de derechos– o, por otra parte, será una nueva etapa en el clásico rol de las Cortes frente a las futuras "transiciones forzadas" y nuevas modalidades de golpes de Estado en el siglo XXI?
Más allá de toda respuesta posible, es claro que la mejor defensa de las instituciones democráticas no está íntimamente vinculada con la protección judicial, ni con las bienintencionadas cláusulas que específicamente quitan toda posible legitimidad y legalidad a indeseables golpes de Estado, sino que está unida inseparablemente a la democracia como una forma de vida social. Las prácticas democráticas, la movilización política de mayorías y el ejercicio de los Derechos Humanos, como motores de tensiones y diálogos, son la garantía social para la protección de la legitimidad del gobierno y de los derechos de la sociedad.
Cuando la cultura política de la sociedad, en todas sus esferas –a pesar de cualquier diversidad interna– incorpora en sus prácticas sociales, en sus partidos, en sus organizaciones civiles y en sus instituciones políticas a la democracia y al respeto de la legitimidad democrática que conlleva mayor legalidad democrática, la posibilidad de que cualquier crisis política y económica devenga en quiebres abruptos se reduce de forma notable.
Así como, a lo largo del pasado año, la comunidad GLTTB tomó la igualdad y los derechos constitucionales, y los estudiantes secundarios y universitarios tomaron el derecho a la educación y protesta; los movimientos sociales y los operadores comunitarios de los Derechos Humanos en las últimas tres décadas han tomado con compromiso el lenguaje de la ley, utilizando este registro políticamente, en el mejor de los sentidos, para expandir los espacios de legitimidad democrática, mejorar las precondiciones sociales de la democracia y reforzar los siempre frágiles derechos contra cualquier amenaza del pasado.