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Las cosas por su nombre

* Por Héctor Guyot. CUANDO no hallamos el modo de cambiar una realidad intolerable, el lenguaje acude en nuestra ayuda.

CUANDO no hallamos el modo de cambiar una realidad intolerable, el lenguaje acude en nuestra ayuda. Más temprano que tarde, siempre llega la palabra capaz de dotar de respetabilidad aquello que, sin maquillaje ni filtro, heriría nuestra sensibilidad por su crudeza y nos obligaría a admitir, por ejemplo, que no somos todo lo decentes que creemos ser o que hay en nosotros más cinismo del que estamos dispuestos a admitir. Esas palabras vienen a cumplir el inapreciable servicio de barrer la suciedad debajo de la alfombra para que podamos seguir adelante con el teatro de la vida sin perder las buenas maneras y las formas de la civilidad.

Sensible como pocos, el mundo de la política hace un arte del asunto. Entre infinitas muestras de creatividad y tacto ha dado a luz la palabra "gobernabilidad", que cifra en un vocablo de resonancias científicas incómodas asperezas de la realidad para adecuarlas a nuestros espíritus delicados. Un verdadero prodigio del lenguaje que caló hondo entre nosotros y hoy es repetido por políticos, analistas, periodistas y hasta gente de a pie.

Es mucho lo que cabe en una palabra. Pero en algunas caben más cosas que en otras. Quizás el término gobernabilidad, condición que suele atribuirse al peronismo en general y al actual gobierno en particular, pertenezca a este último grupo.

¿Aludirá, entre otras cosas, a la capacidad del Poder Ejecutivo de tener en un puño a la Justicia para que los escándalos de corrupción que brotan como flores silvestres no perturben la ardua tarea de conducir los destinos del país y languidezcan con el paso de las estaciones? ¿Incluirá por ejemplo la fantástica suerte de un juez goloso que gana todos los sorteos como si fuera el dueño de todos los números?

¿Mentará, esa respetable palabra, la convicción y el talento de los que mandan para disciplinar gobernadores e intendentes a golpes discrecionales de caja que aceitan el funcionamiento de la política y aledaños y fundan un verdadero federalismo patrimonial donde todo, empezando por los votos en el Congreso, tiene precio de saldo? ¿Representará acaso la astucia para aplicar la misma medicina con los empresarios dispuestos?

¿Incluirá la mano firme para mantener a raya al ogro sindical dándole de comer en la boca (y ya sabemos de qué se alimenta), tal como hace el domador con sus fieras, ante un público que, mientras dura la función, olvida el guión de este circo criollo tantas veces representado?

¿Aludirá a la eficacia con que un gobierno decidido potencia los mecanismos estructurales heredados para tener con qué hacer posible lo anterior y permitir así que "la política" resulte convenientemente financiada?

¿Se referirá al celo con que el Gobierno compra medios y voluntades para propalar a los cuatro vientos, como el Gran Hermano de Orwell, que la guerra es la paz y que el paraíso del que disfrutamos se lo debemos al sacrificio de su mítico fundador?

¿O quizás al coraje y la falta de respeto a la realidad con que se atreve a salir a pelear contra la inflación desde los bastiones de un Indec hecho a la medida de su voluntad?

Queda feo decir que precisamente por el empeño con que hoy lleva adelante todo lo que antecede el peronismo es la única fuerza política que puede gobernar el país. Pero esto es lo que estamos diciendo cuando afirmamos, según indica el mantra, que sólo el peronismo garantiza gobernabilidad. Si la gobernabilidad, en la acepción local, es todo eso, el precio que se paga por ella es demasiado alto. Además de llevar al terreno de la alta política una realidad mucho más prosaica, el término condensa un grado de resignación alarmante. Ni más ni menos, la resignación que, parece, somos capaces de tolerar. A estas alturas, y con casi treinta años de democracia, ¿somos rehenes de esta gobernabilidad?

No se puede culpar a los que piensan así. La historia reciente se ha encargado de darles sobrados argumentos y hoy parecen mayoría. Lo que sí resulta legítimo reclamar es que se llame a las cosas por su nombre. Al menos tengamos presente de qué hablamos cuando, en estos lares, hablamos de gobernabilidad. Esta conciencia no cambiará sustancialmente nuestra democracia, por supuesto. Pero quizá nos procure cierta sanidad mental. Y hasta moral.

Una última pregunta, aunque resulte un pecado de ingenuidad: en una verdadera democracia, ¿no deberían ser suficientes los votos para garantizar la gobernabilidad? Tal vez así suceda en aquellos lugares donde no hay intereses superiores a las voluntades de las mayorías.