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Las campañas sucias

Campañas proselitistas realizadas con respeto a la imagen de las ciudades y a la propiedad siguen siendo un legítimo derecho de la ciudadanía, no respetado por la clase política.

En nuestro país, los políticos juran solemnemente respetar las constituciones de la Nación y de sus provincias y dictan leyes que no se cumplen, porque sólo están destinadas a los diarios de sesiones del Congreso, legislaturas provinciales y concejos deliberantes y a los boletines oficiales de sus respectivas jurisdicciones. Hace décadas, Eduardo Mallea describió, en un libro memorable, la coexistencia de dos Argentinas: el país real y el país imaginario (o país virtual, en el expansivo lenguaje informático), en el que acciona y reacciona la clase política.

En todo el territorio nacional rigen leyes, decretos, ordenanzas y resoluciones que procuran hacer menos salvaje la publicidad de las campañas proselitistas. Ordenamientos legales propuestos, debatidos y sancionados por los políticos, en un estéril intento de autocontrolarse. Pero mucho antes de que comience el período legal de publicidad de las promesas, los promesantes se lanzan a una desenfrenada campaña de desfiguración de paredes, pantallas reglamentarias de propaganda estática, postes de las redes de energía eléctrica y telefonía fija, troncos de árboles, pedestales de estatuas y hasta las propias estatuas. Todo lo que no se mueve o se detiene por algunos minutos es cubierto o pintarrajeado con efigies y consignas, emporcando además muros y veredas con derrames de engrudo y aerosoles.

Que los candidatos a desempeñar funciones ejecutivas y legislativas desobedezcan lo que ellos mismos han mandado cumplir es la más elocuente exhibición de mal gusto y peor letra. Porque la mayoría de las leyendas suele estar escrita con errores ortográficos que revelan la escasa formación intelectual de quienes las idean y perpetran. Ni hablar de las fotografías de candidatos, que suelen inducir a pensar que fueron realizadas en un país idílico.

Que la Municipalidad de Córdoba haya sancionado en fecha reciente a partidos y candidatos transgresores es una buena medida, siempre que sea de cumplimiento efectivo... y en efectivo; nada de cheques que, una vez concluidas las campañas, terminará pagando Dios. La cultura popular ha troquelado una talentosa pregunta para expresar desconfianza: "¿Usted le compraría un automóvil usado a esa persona?". Traspolada al mundo virtual de los políticos, sería en extremo útil que en los días de votación el ciudadano se interrogase si compraría un automóvil usado al candidato que incumple lo mandado.

No faltan los medios y las ONG vecinales que instan a los partidos a aplicar experiencias de países más civilizados, donde la publicidad política se realiza por tiempo limitado y en pantallas sorteadas por los organismos de contralor. Y se respetan en forma limpia: nada de tapar propaganda ajena con pegatinas propias. Pero son llamados que rara vez llegan aquí, porque es escasísima la comunicación entre los países real y el de infrecuente virtud que habitan los políticos.