La tiranía de los números
Por Héctor Ghiretti* A veces, las cifras no mienten. Cristina inicia su segundo mandato con un discurso que parece totalmente justificado: mantener el rumbo y profundizar el modelo. Tiene razones más que suficientes para ello.
Esta vez los encuestadores no fallaron: sus estimaciones fueron particularmente precisas, al establecer un rango entre el 50 y el 57%. La presidente obtuvo la media resultante.
No creo que de tan rotundo resultado electoral se derive necesariamente que el gobierno se deslizará por la pendiente de la tiranía. Sería por otra parte injusto e ilegítimo exigirle que no ejerza el poder derivado de las urnas. Más poder siempre es mejor que menos poder. Esto lo entienden bien los gobernantes, lo ocultan los opositores y lo ignoran los teóricos.
Se equivoca Elisa Carrió cuando advierte al gobierno que el poder absoluto es el peor veneno. En primer lugar porque el poder absoluto sólo es prerrogativa divina. En segundo lugar porque el poder sólo es tóxico para quien no está en condiciones de ejercerlo. Ése es un funesto prejuicio liberal.
El triste acierto
La tiranía numérica a la que me refiero es de una naturaleza bastante más sutil. Cada vez que un encuestador yerra en sus estimaciones electorales, mi corazón se alegra un poco, independientemente de las preferencias que personalmente abrigue respecto de las alternativas en pugna.
Eso quiere decir que -descartada la intención deliberada del profesional de ofrecer resultados favorables a un partido o candidato en particular- no se ha conseguido penetrar en la intimidad de las decisiones de los electores. El sofisticado instrumental de medición no ha sido lo suficientemente preciso o eficaz como para revelar las claves que han movido al voto.
Subsiste por tanto un margen superviviente para la reflexión ciudadana, para una decisión inesperada, que desafía la presunción del reflejo condicionado. La política -aún en su mínima expresión, que es el acto electoral- sigue siendo, como quería Hannah Arendt, el reino de la libertad.
Cuando los encuestadores se equivocan, la libertad de los electores se impone -desde el ámbito recóndito de la deliberación electoral personal, invulnerable e insospechada, compartida por importantes segmentos del electorado- a la tiranía de las variables simplistas, el conductismo y los esquemas de los profesionales de la medición.
Cada vez que un encuestador yerra, se enciende la llama de la esperanza. El futuro no está escrito. Las encuestas quizá no sirvan para hacer previsión de los cambios verdaderamente importantes. Las masas nunca se manifiestan en favor de la revolución a través de sondeos de opinión.
La medida de la cultura política
Los resultados electorales del pasado 23 de octubre deberían hacernos reflexionar sobre el desarrollo de nuestra cultura política.
¿Cómo debe interpretarse tan abrumadora victoria? Me atrevo a afirmar que su causa es un factor regresivo, un elemento que cabría calificar de negativo. Una cultura política desarrollada (en términos democráticos, que no son los únicos posibles) debería ofrecer resultados más equilibrados.
Es lo que puede verse en los países que se tienen por avanzados. En la medida en que se da un porcentaje tan desbalanceado (descartamos para el caso toda práctica fraudulenta) puede pensarse en varias explicaciones (he tratado de ser exhaustivo, dudo de haberlo conseguido):
1. Una degradación generalizada de la dirigencia política, en la que sencillamente se premia a quien se encuentra en posesión del poder, se destaque o no del resto.
2. Un craso contraste entre los programas de gobierno, que descalifica a todos en beneficio de uno en concreto.
3. Un aparato de propaganda que no da lugar ni trascendencia a alternativas de gobierno.
4. Un desinterés general que por cuestiones de bienestar, pereza y/o cierto sentido económico relacionado con la curva de aprendizaje, prefiere optar por la continuidad.
5. Una maquinaria electoral-clientelista bien aceitada y eficaz.
Ningún factor enumerado parece propio de una cultura ciudadana madura. Alguien podrá objetar que estas opciones no contemplan el respaldo electoral que puede conseguir una gestión exitosa y de amplio apoyo popular. Pues bien, tiendo a pensar que esas validaciones siempre se dan en porcentajes menos contrastantes, en la medida en que no son potenciados por alguno de los factores antes enumerados. Un entusiasmo tan marcado generaría una reacción si no igual de vigorosa, al menos proporcionada.
Una cultura política más desarrollada se hubiera expresado de una forma más equilibrada, distribuyéndose de forma más equitativa entre diversas alternativas que permitieran un contraste mayor al gobierno, obligándolo a someterse a controles y llegar a acuerdos entre fuerzas. Simpatizantes y críticos se distribuirían de una forma más homogénea.
Gobernar con las encuestas
Una última reflexión sobre la tiranía de los números. Resulta frecuente que se afirme de tal o cual político que "gobierna con las encuestas en la mano". El dato estadístico es, sin dudas, un elemento vital, del cual no se puede prescindir.
Entre los funcionarios públicos se repite mucho aquello de que "lo que no se puede medir no se puede cambiar". Y es básicamente cierto: pero el sentido y la necesidad del cambio nunca son proporcionados por la medición. También es necesario saber qué medición es la que proporciona el dato útil.
Se necesitan otras cosas para gobernar. Hacerlo sólo con las encuestas es ir a remolque de la sociedad, perder voluntariamente la función directiva y orientadora de la política. El recurso de las encuestas y sondeos de opinión elevados al máximo criterio de decisión política es propio de los malos gobernantes.
Hay políticos incapaces de rebelarse contra esta forma particular de despotismo: de la tiranía de las encuestas de popularidad, propia de los demagogos, pasan a la tiranía de los balances negativos, el pasivo, los índices de inflación y recesión y el consiguiente ajuste, propio de los ejecutores del pueblo.