La soledad de Cristina
Para la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, el que en las elecciones virtuales que se celebraron el domingo pasado haya conseguido más votos que los sumados por sus nueve rivales fue sin duda motivo de enorme satisfacción personal. Como es natural, lo ha tomado por un aval masivo a lo que ha hecho desde el 10 de diciembre de 2007 y una respuesta categórica a quienes la han criticado.
Así y todo, le hubiera convenido un resultado mucho menos contundente. De haber alcanzado sólo el 40%, digamos, Cristina se hubiera sentido obligada a esforzarse mucho más, a explicar mejor lo que se propone hacer en los próximos años, a reconocer que su gestión no ha sido un dechado de eficiencia, a afirmarse decidida a luchar en serio contra la corrupción que ha proliferado a su alrededor y a prestar la debida atención a los peligros agazapados que acechan la desbocada economía nacional.
Por ser Cristina una presidenta que está más interesada en reinar que en gobernar, ya que nunca se ha preocupado mucho por los detalles administrativos, tarea ésta que durante años había dejado en manos de su esposo, necesita contar con una "oposición leal" que esté en condiciones de vigilarla, papel éste que desempeñan sus equivalentes en países de tradiciones democráticas robustas. En la Argentina actual una oposición capaz de cumplir dicha función no existe. Como ya es habitual, está tan fragmentada, y las facciones que la conforman están tan desmoralizadas luego de verse repudiadas en todos los casos por más del 87% de los votantes, que a Cristina y sus colaboradores les será fácil despreciarla, de suerte que aun cuando ella misma no haga nada inapropiado correrá el riesgo de caer víctima de errores cometidos por subordinados indisciplinados que se creerán libres para hacer cuanto se les ocurra.
Para hacer aún más solitaria la situación en que se encuentra la presidenta, todos los miembros de su equipo, incluyendo a Amado Boudou, dependen tanto de ella que se limitarán a aplaudir sus iniciativas, lo que, pensándolo bien, sería una forma de traicionarla. Al fin y al cabo, hasta los mandatarios más brillantes pueden equivocarse a veces.
A diferencia de la mayoría de las democracias, la Argentina no posee partidos políticos relativamente estables. Ocupa su lugar un par de "movimientos" vetustos, de estructuras quebradizas, que en verdad son meros vehículos electorales –uno, el peronista, es muy grande; otro, el radical, es demasiado chico como para equilibrarlo–, además de un enjambre de minipartidos personalistas que, como mosquitos, surgen un día para desaparecer el siguiente. A causa del vacío organizativo así supuesto, el país se ha visto privado de uno de los principales beneficios del sistema democrático que consiste en la presencia rutinaria de una alternativa convincente al gobierno de turno. Si andando el tiempo el grueso del electorado llegara a la conclusión de que preferiría reemplazar al gobierno kirchnerista por otro, el dirigente elegido para liderarlo tendría que ponerse a "construir poder", como hizo Néstor Kirchner, rodeándose de personajes de antecedentes a menudo poco claros que juren estar dispuestos a servirle.
Tal y como están las cosas, Cristina podría recibir aún más votos en las elecciones definitivas que en las primarias. Por gratificante que le resultara el apoyo multitudinario que, siempre y cuando no suceda nada extraordinario, se verá confirmado en octubre, no podrá sino saber que los precedentes en tal sentido distan de ser alentadores. Sin partidos auténticos, el mercado político local es casi tan imprevisible como el financiero en que, en un lapso inverosímilmente breve, todo puede cambiar.
En la Argentina, los gobiernos que se suponen plebiscitados suelen naufragar de manera realmente espectacular. En 1928, Hipólito Yrigoyen triunfó con el 61,7% de los votos; merced en parte al impacto de la gran depresión mundial y también de las divisiones entre las distintas facciones radicales, el gobierno que encabezaría resultó ser un fracaso rotundo. En 1973, Juan Domingo Perón, acompañado por su esposa, ganó con el 61,85%; ya antes de su muerte el gobierno en que tantos habían confiado se desmoronaba. Diez años más tarde, en base al 51,75% que obtuvo Raúl Alfonsín, los radicales se entregaron a fantasías hegemónicas –aquel "tercer movimiento histórico"–, pero la hostilidad de los sindicatos peronistas, la soberbia de los jefes partidarios y su propio apego a un "modelo" económico bastante similar al reivindicado por Cristina terminarían hundiéndolo.
De estos tres ejemplos de lo que puede suceder a gobiernos que inician su gestión con la aprobación de más de la mitad del electorado, el más pertinente podría ser el protagonizado por Yrigoyen. Habrá sido un mito lo del "diario" que le confeccionaron aduladores resueltos a mantenerlo alejado de la realidad molesta, pero no es ningún mito la versión kirchnerista del mismo artilugio que es el Indec. De todos modos, el gobierno de Yrigoyen se vería desbordado por el tsunami económico de aquel entonces: la gran depresión de la que el país nunca logró recuperarse plenamente.
Por desgracia, los más de dos meses que nos separan de las elecciones del 23 de octubre parecen destinados a ser tumultuosos en el resto del mundo. Se tratará, pues, de un período en que la clase política local debería estar pensando en cómo hacer frente a cambios que podrían ser sísmicos y que tendrían un impacto económico aún más negativo que el asestado por el derrumbe financiero del 2008. Estados Unidos y la Unión Europea se encuentran al borde de una nueva recesión. Si, como tantos prevén, muere el euro, las repercusiones se harán sentir en todos los rincones del planeta. Y, para colmo, el régimen chino, alarmado por una tasa de inflación interanual del 6,5%, está pisando el freno.
Es imposible prever lo que pasará en el "Primer Mundo" y los países "emergentes" más vigorosos mañana, para no hablar de las semanas próximas, pero es poco probable que sea bueno para la Argentina. Sin embargo, hasta el 23 de octubre Cristina se sentirá constreñida por las circunstancias a minimizar la importancia de lo que suceda fronteras afuera, mientras que las eventuales advertencias que formulen aquellos candidatos presidenciales que siguen en carrera se verán atribuidas a nada más que el deseo de asustar al electorado con la esperanza de arañar algunos votos.