La revolución cubana dice adiós
*Por James Neilson. Los Castro. Fidel y Raúl, jefes de la última dictadura del continente, preparan un ajuste.
La historia está repleta de ironías. Karl Marx admiraba el capitalismo por su dinamismo, por su capacidad para movilizar las energías latentes de millones de personas y de este modo, creyó, despejar el camino que conduciría al socialismo que, en cuanto las contradicciones internas del odioso sistema capitalista burgués lo hicieran caer en pedazos, terminaría reemplazándolo. La actitud de los pocos gobernantes marxistas que todavía conservan el poder es otra. Con la eventual excepción de los norcoreanos que aún se aferran a una versión dinástica sui generis del evangelio de Marx, han elegido tomar el capitalismo por la etapa superior del comunismo. Y, acostumbrados como están a tomar medidas contundentes, a la hora de ordenar recortes no les tiembla el pulso.
Según el dictador cubano Raúl Castro, para que la sacrosanta revolución socialista de su país sobreviva a la muerte de quienes están procurando completarla desde hace más de medio siglo, será necesario fortalecerla con dosis crecientes de prácticas capitalistas, razón por la que, para indignación de los fieles que todavía quedan, el régimen ha permitido la proliferación de negocios privados y ha eliminado muchos subsidios. Por lo demás, en Cuba está en marcha un ajuste que en otras latitudes sería juzgado típico del capitalismo más "salvaje" concebible, ya que se prevé la supresión de al menos un millón de empleos públicos. Aunque no lo dice, parecería que, como ciertos neoconservadores, Raúl cree que el estatismo excesivo ha fomentado una cultura no de trabajo sino de dependencia parasitaria y haraganería que impide "el desarrollo de las fuerzas productivas".
En la arenga que pronunció hace una semana, el hermano menor –sólo tiene 79 años– del octogenario Fidel Castro incluso pidió un "cambio de mentalidad" para que los funcionarios de la isla dejen de utilizar "métodos y términos anticuados" ya que a su juicio es preciso "desterrar el inmovilismo fundamentado en dogmas y consignas vacías". En boca de un dirigente argentino, tales palabras serían tomadas por un síntoma del gorilismo más vergonzoso, para no decir neoliberalismo, pero, gracias a Raúl, en adelante cualquier progre podrá repetirlas sin temer verse acusado de tendencias reaccionarias.
Por motivos de orgullo, los hermanos Castro insisten en que el modelo socialista que instalaron a mediados del siglo pasado es "irreversible", pero es evidente que han llegado a la conclusión de que, a pesar de sus eventuales méritos teóricos, no puede funcionar en el mundo real. Antes de la revolución de 1959, el nivel de vida de los cubanos estaba entre los más envidiables de América Latina, superado solo por el de la Argentina y Uruguay; merced al "experimento", en la actualidad los cobayos tienen que conformarse con salarios tan magros que en otras latitudes darían lugar a un estallido social tras otro. Según los defensores de la revolución, los responsables de tal estado de cosas son los imperialistas yanquis que "bloquean" la isla, pero puesto que los cubanos pueden intercambiar bienes y servicios con el resto del planeta carece de sentido atribuir sus penurias a la malignidad norteamericana.
La verdad es que la revolución cubana, como tantas otras, murió hace tiempo. Al desmoronarse la Unión Soviética, dejaron de llegar los subsidios cuantiosos con los que los moscovitas mantenían a flote a su aliado, con el resultado de que se hundió. Lo mismo que los líderes de otros países que una vez integraban "el Segundo Mundo", el problema principal que enfrentan los partidarios del castrismo consiste en encontrar el modo de sepultar el cadáver sin que sus muchos enemigos se den cuenta.
No pudieron hacerlo sus correligionarios rusos: abandonaron el comunismo en masa para entonces intentar transformarse en oligarcas riquísimos; algunos lo lograron, pero la mayoría tuvieron que resignarse a compartir la extrema pobreza del grueso de sus compatriotas. En cambio, los camaradas chinos decidieron que, si bien les convendría manejar la economía conforme a pautas capitalistas puesto que de lo contrario solo conseguirían socializar la miseria, tal concesión a la realidad no significaba que tendrían que abandonar el monopolio del poder político. Siguen rindiendo homenaje a los próceres marxistas y a Mao, pero saben que el destino de la tiranía nominalmente comunista que encabezan depende de las proezas de los capitalistas multimillonarios de ciudades como Shanghai y Hong Kong. Felizmente para ellos, los chinos son capitalistas natos, de suerte que los empresarios liberados no tardaron en rescatar al régimen que en teoría se había comprometido a eliminarlos.
Los Castro han optado por una salida "china" pero, hasta que sus propios empresarios logren generar riqueza en cantidades adecuadas, de tal manera desviando la atención de los errores crasos que han cometido en el transcurso de más de medio siglo, procurarán convencer a sus compatriotas de que los cambios pragmáticos que están impulsando con entusiasmo aparente son plenamente compatibles con sus pretensiones ideológicas. Quieren avanzar –¿retroceder?– hacia una variante caribeña del modelo escandinavo, el que podría resultar ser solo la antesala de uno más afín al norteamericano, aunque sorprendería que los hermanos sobrevivieran para ver las consecuencias de la contrarrevolución, algo así como la "nueva política económica" que emprendió Lenin a comienzos de los años veinte, que han puesto en marcha.
De todas formas, es poco probable que logren engañar a los demás cubanos. Cuba sigue siendo una isla, pero no está aislada del mundo globalizado y electrónicamente interconectado. Por cierto, a esta altura la mayoría entenderá muy bien que en su país, como en tantos otros, la revolución socialista ha fracasado de manera realmente espectacular y lo que más interesa a sus gobernantes es su amor propio. Con todo, a pesar de la humillación que les suponen los esfuerzos por batirse en retirada detrás de una densa pantalla retórica, los responsables del desastre aún esperan que la Historia con mayúscula los absolverá. En vista de lo magros que son los resultados concretos de más de cincuenta años de totalitarismo a menudo brutal, es muy poco probable que el fallo les sea favorable.
Para el resto de América Latina, el destino penoso de la revolución cubana debería de considerarse una advertencia sobre lo terriblemente peligroso que es dejarse fascinar por los dogmas y consignas vacías oportunamente denunciados por Raúl Castro. En una época como la nuestra en que los cambios son constantes es preciso saber adaptarse a las circunstancias imperantes y prepararse para las siguientes. Al subordinar casi todo, salvo su propio bienestar material, a una ideología rígida, los revolucionarios comunistas no solo en Cuba sino también en muchas otras partes del mundo se atribuyeron el derecho a matar, torturar, encarcelar, silenciar y depauperar a los demás, sacrificándolos, como hacía Procusto en su célebre lecho, en el altar de un credo abstracto. Sin embargo, aunque los costos humanos de sus esfuerzos por concretar su proyecto han sido incalculables –se estima que, a partir de los inicios del siglo pasado, los comunistas se las arreglaron para asesinar a más de 100 millones de hombres, mujeres y niños en nombre del "socialismo científico"–, aún abundan "progresistas" que dicen admirarlos, que minimizan sus "errores" como si fuera cuestión de algunos deslices comprensibles.
En nuestro país, políticos e intelectuales que nunca soñarían con pasar por alto los crímenes perpetrados por personajes como Jorge Rafael Videla o Augusto Pinochet están dispuestos a tratar a los hermanos Castro y los sicarios que les sirven como "idealistas" acaso equivocados pero así y todo dignos de su solidaridad, motivo por el que no se les ocurriría protestar contra la violación sistemática de los derechos humanos de los cubanos. Antes bien, cierran filas en torno a lo que es la última dictadura militar de América Latina toda vez que alguien se anima a criticarla por su escaso respeto por la dignidad ajena. Asimismo, tratan a Fidel como si fuera un amigo personal, cuando no un sabio que estuviera más allá del bien o el mal, honor que nunca extenderían a Jorge Rafael y Augusto, acaso porque los dictadores del Cono Sur no fueron lo bastante previsores como para declararse discípulos de Marx, Stalin, Lenin, Trotsky o Mao.
Tal actitud puede imputarse a la hostilidad implacable hacia los Estados Unidos del régimen castrista. En opinión de muchos, odiar al gobierno yanqui es más que suficiente como para justificar su inclusión en la lista de las víctimas del imperialismo. También ha incidido el rencor que tantos sienten por el hecho innegable de que hasta ahora ninguna "alternativa" al capitalismo liberal haya resultado ser capaz de eliminar las lacras sociales que supuestamente preocupan a quienes quisieran abolirlo. Por el contrario, aun cuando las "alternativas" que se han ensayado, en especial las de la izquierda antidemocrática, no hayan agravado todavía más dichas lacras al crear sociedades rígidamente inequitativas en que los vinculados con el poder político conforman una casta privilegiada, la nomenclatura, los costos humanos de las eventuales mejoras han sido tan grandes que el saldo difícilmente podría ser más negativo.