La religión CFK: adorarse a sí misma
* Por Pablo Sirvén. Las vacaciones y la soledad calafatera hicieron volver durante el último fin de semana a la adolescente tardía que todavía anida en la Presidente.
Primero despotricó por Twitter contra los jueces que la hacen renegar y después, por Facebook, con el despecho de un amor no correspondido, y bajo el disfraz de ponderarlo, maltrató al actor Ricardo Darín, porque osó preguntarle en voz alta cómo hizo su fabulosa fortuna. Luego reapareció en el Truman Show de la Fragata Libertad con una de sus habituales piezas vociferantes. Al día siguiente atacó a Macri, entre palmas batientes y, tras llegar a Cuba, subió orgullosa a Facebook las fotos de su reunión con los dictadores Fidel y Raúl Castro.
El muy buen nivel como oradora que la caracterizó en sus tiempos de legisladora y en buena parte de su primera gestión ha ido perdiendo densidad, coherencia y plasticidad. Lo conceptual empezó a quedar de lado para dar paso a una mayor y más superflua dispersión anecdótica. Aunque sigue siendo proverbial su facilidad de palabra, se volvió más informal y desafiante, en un nivel menos institucional, más doméstico y amatronado, como si su sobreexposición a la TV le hubiese opacado sus mejores cualidades y contagiado sus peores vicios. El discurso doliente y conciliador que mantuvo de manera consecuente en los meses previos a las cruciales elecciones de 2011 se trocó en beligerante y sobrador de las minorías en cuanto las urnas se abrieron.
En vez de sentirse segura y respaldada por el contundente 54 por ciento de los votos que la ungieron en las elecciones de octubre de 2011, late en ella un resentimiento constante hacia el 46% que no la acompañó (a quienes, en el mejor de los casos, considera tontos hipnotizados por los "medios hegemónicos") y a los que desconsidera por resistirse a estar dócilmente bajo su ala protectora. Prefiere ensalzar una y otra vez los logros concretos y supuestos del kirchnerismo de 2003 hasta hoy, leitmotiv repetitivo y extenuante presente en cada una de sus apariciones.
A la luz de esta negativa transformación, se vuelve interesante echarle un vistazo a Que Él me lo demande , un librito corto (Editorial Biblos, Buenos Aires, 86 páginas), firmado por los académicos Juan Pablo Quiroga y Marcela Bosch. En el prólogo, Manuel Mora y Araujo plantea que el discurso presidencial es "difícilmente transferible" y que sobre la base de esa y otras señales negativas es ya evidente "lo difícil que le resultará a la Presidenta fabricar un sucesor".
Bosch y Quiroga se concentran en 47 discursos pronunciados por Cristina Kirchner entre el 1° de noviembre y el 28 de diciembre de 2010, que engloba el primer ciclo de apariciones públicas tras el fallecimiento de su marido, cuando sólo por un tiempo dejó de lado la estéril confrontación. Fue en aquella época donde la actual mandataria se presentó en su doble condición de viuda sufriente/heredera y, a su vez, coartífice de un legado político en pleno desarrollo. En dicho período fue cuanto más enfatizó las menciones a "Él", en vez de llamar a Néstor Kirchner por su nombre, como una manera casi subliminal de colocarlo en una esfera superior de la trascendencia, suerte de nueva divinidad cívica y tutelar del "Modelo" instaurado hace casi una década. Con el tiempo se espaciaron las alusiones a "Él", a la par que empezaron a desmontarse ciertas modalidades, políticas y referentes que el finado ex presidente alentaba. Así, en paralelo y hasta en contradicción con el kirchnerismo original, nació el "cristinismo", versión más dogmática, menos política y más solitaria y claustrofóbica de aquél.
Bosch, experta en teología, investigadora en temas de género y militante de derechos humanos, afirma que el dispositivo de enunciación política que articula la Presidente suele contener altas dosis de emotividad, con habituales "microrreferencias de orden personal" (anécdotas de su propio pasado o de su entorno familiar), y tiende a homologar los lugares de Dios y de "Él" hasta en el hecho de reinterpretar su súbita muerte como una suerte de inmolación por la política (un camino ya transitado anteriormente en el justicialismo, con el "paso a la inmortalidad" de Eva Perón).
El libro establece contrastes religiosos entre el "Dios sacrificador", que ungía la dictadura militar, frente al "Dios de la vida", con el que se identifica más la Presidenta a veces al hablar en público. El primero "envía a su hijo a la muerte a fin de brindar la salvación a la humanidad". En cambio, "en la construcción discursiva inaugurada tras la muerte del ex presidente subyacen los movimientos cristianos del tercer mundo de la década del 70, de los cuales la Presidenta es contemporánea", donde ya no alcanza aliviar la pobreza con la caridad y la misericordia cristianas, sino que se trata de "un pecado que clama y exige reparación y justicia social".
La elevación por encima de los demás, la idea mesiánica de estar al frente de un proyecto superior que nadie está en condiciones de confrontar y, mucho menos, de superar, convierten a CFK en un dogma en sí misma y sin alternativa que exige ser mansamente profesado. Los demás son impíos, condenados a las tinieblas.