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La recuperación de YPF y de la iniciativa política

* Por Alejandro Horowicz. Con 200 diputados respaldando el proyecto para controlar YPF, sobre un total de 257, Cristina Fernández coronará esta semana la victoria política más resonante.

La Presidenta venía cayendo en las encuestas; esta decisión la volvió a catapultar. Está en su mejor momento, supera con holgura el amable escenario de la victoria electoral de octubre del 2011. No es poco decir, volvió a "enamorar"; recuperó la iniciativa. No porque la oposición hubiera sido capaz de arrebatársela, esa situación sólo se produjo en medio de la crisis campera del 2008, sino por una característica estructural de la política: todo oficialismo tiene la responsabilidad de construir, fijar, cambiar la agenda pública; si la nueva responde al interés de la mayoría, incluye los problemas por resolver, la oposición no tiene más remedio que sumarse o pagar las consecuencias de cara a la sociedad.

Y si algo faltara, la ambigua postura del diputado Oscar Aguad, que anunció que se retirará del recinto sin votar con sus correligionarios, permite cuantificar las dificultades de oponerse en seco. Esto es, transformarse en un simple seguidor de Mauricio Macri. El jefe de gobierno porteño sintetiza la derecha liberal tradicional; iza el programa del country capitalino con la esperanza de transformarlo, y volverse presidenciable para jugar en la cancha grande. ¿Podrá hacerlo? Los seguidores de Álvaro Alsogaray –después de todo ese terminó siendo su hilván identificatorio con el pasado reciente– nunca lograron articular un partido nacional. A lo sumo fueron capaces de inyectar sus contenidos en otras fuerzas políticas. El menemismo, por ejemplo.

En tanto cuarto peronismo explícito, el menemismo terminó por fagocitar los restos diurnos del liberalismo criollo, comprando un programa de privatizaciones sin límite ni control. Concluida esa operación fatal, tras la caída del Muro de Berlín, muerto el capitán ingeniero –sin olvidar los avatares judiciales de María Julia–, y los episodios del 2001, con una crisis capitalista global en proceso de expansión, se vuelve difícil ganar adeptos para posiciones tan antipáticas. Eso sí, permite a las huestes del signore Maurizio conservar contacto con el menemismo residual (el PJ de Eduardo Duhalde) pero difícilmente pueda exceder el desecho andarivel del "antikirchnerismo bobo".

En rigor de verdad, la postura de Aguad desnuda las limitaciones de toda la UCR; para poder actuar con mayor "independencia parlamentaria", hubiera sido preciso que en los dos últimos programas electorales (al menos en uno) el radicalismo incluyera una política energética que apuntara hacia la recuperación de YPF. La tradición propia en la materia (Yrigoyen, Frondizi, Illia y el propio Raúl Alfonsín, con matices y debates), facilitaba ese abordaje. Como los "programas", en los días que corren, perdieron su carácter de instrumento estratégico, su elaboración quedó reducida a merchandising electoral. A los programas no se los lleva el viento, y ni Roberto Lavagna, ni Ricardo Alfonsín propiciaron más que vagas generalidades petroleras, donde YPF ni se mencionaba. A la hora de la verdad, el radicalismo no puede marchar por su propia vereda, y se ve constreñido a votar en general con el gobierno, o de lo contrario seguir al PRO contrariando su linaje.

Bueno Horowicz, en el "programa" del gobierno tampoco figuraba YPF. Cierto, esa limitación se salvó con acción directa. Es posible discutir sobre ventajas y desventajas de los programas "detallados". Los hombres "prácticos" prefieren ser dueños de sus palabras, y los programas obligan de antemano, pero también organizan el propio campo, habilitando la construcción de cuadros. De lo contrario todo queda en manos de los "funcionarios"; y algo enseña la política argentina: funcionarios sobran. Miren al Alberto Fernández, de miembro del entourage más íntimo a consultor de Repsol.

¿Un programa lo hubiera evitado? No. Incluso entre gente completamente honesta, los programas están sobreestimados, y por cierto no impiden el ataque de "enemigos inescrupulosos"; alguien cree que los "medios comerciales" tendrían un comportamiento diferente sobre YPF si se tratara de una medida "programática". En tal caso, la "sintonía fina" hubiera anticipado una dirección política más precisa.

"Demagogia", gritan en las redes sociales ciudadanos cuya "formación" no excede la lectura de la revista Noticias. No son los únicos que argumentan. Los más serios se preguntan: ¿no se trata de un aprovechamiento del vasto reservorio de imágenes nacionalistas en un país frustrado por décadas de impotencia? Rechazar airadamente el planteo no sirve. En todo caso, reducir la política energética a nacionalismo folclórico suena excesivo. Hasta las huestes de Elisa Carrió se dividieron frente al proyecto presidencial. Por tanto, entender este giro como la "transgresión más importante desde el festivo default de Rodríguez Saá" supone empobrecerlo sin más.

Una lectura conservadora del problema supone admitir la necesidad de controlar la ecuación energética. Ningún país puede no hacerlo, salvo a riesgo de volverse invivible. Es posible objetar muchas cosas (la tardanza, la connivencia de funcionarios oficiales con Repsol, la dificultad para pergeñar un programa energético más sólido), pero rechazar de plano la medida oficial, a lo Macri, lastima una política de Estado. Un político responsable, con vocación de poder, lo hace cuando no le queda ningún otro remedio.

Peronismo
El reciente acto en la cancha de Vélez también remite a la fluidez de la política nacional. Si se compara Vélez con el River de octubre de 2010, por ejemplo, las diferencias obligan a pensar. Desde la metodología de la convocatoria hasta los integrantes del palco oficial; desde la naturaleza social de los asistentes hasta los nombres y apellidos de los integrantes de la comitiva oficial. En un caso, el aparato del sindicalismo tradicional del segundo peronismo; en el otro, un sindicalismo construido desde la oposición que ni siquiera hoy cuenta con adecuado estatuto legal. River fue un acto puramente sindical; Vélez un acto político, con presencia sindical y coloratura juvenil.

Ése es el punto. Los fantasmas del pasado reciente pesan, duelen, tergiversan. No se trata de la Juventud Peronista de los ’70, sin que esto suponga ningún desmérito, sino de una nueva camada que ingresa a la lucha. Así como en el radicalismo de hoy, a diferencia del que respondiera a Raúl Alfonsín, no cobija jóvenes, según la lúcida expresión de Juan Manuel Casella, el kirchnerismo logró romper esa decisiva valla.

Si algo contuvo la derrota del ’76, entre tantas cosas terribles, fue la ruptura del diálogo intergeneracional. La política supone, requiere, impone ese dialogo. Vélez puede ser leído en esa dirección, y más allá del lugar que La Cámpora termine teniendo en el futuro, dijo presente. Tanto las heteróclitas tradiciones políticas vivas ("viejos" militantes de TNT de Ciencias Económicas, "jóvenes" investigadores del Conicet de Filosofía y Letras, militantes obreros antiburocráticos, para mencionar sólo algunas) como la amplitud del espectro social armaron una concurrencia fundacional. Algo se parece a los desparecidos cines continuados de tres películas y acto vivo: el peronismo de Vélez. Esa nueva melodía comienza a abrirse paso en la política argentina, vale la pena registrarlo.